En enero se multiplican en mi mesa de trabajo las agendas. A principios de año las revistas femeninas se empeñan en regalar, un cuaderno lleno de días. Después de empezar casi todas, me doy cuenta que ninguna es la mía. Una agenda hay que elegirla con tanto mimo que, después de años, descubres que esa agenda perfecta no existe. Con toda la paz del mundo, las coloco amontonadas y las utilizo como cuadernos. Así me puedo encontrar a San Blas en pleno verano y a Santa Bárbara a principios de primavera. Cada día, como dicen los santos, tiene su afán y ya ha pasado medio año con tristezas y alegrías que, igual que un arco iris, al darles vueltas en una ruleta, todos los colores juntos, se unifican en blanco. Mi agenda empieza, nuevamente en blanco, en este mes de julio con la Virgen del Carmen en la mitad de la hoja del calendario. Cierro los ojos y oigo el sonido de los txistularis que venían a felicitar a mi madre y nos levantábamos de la mesa para recibirlos. Mamá, emocionada, sonreía. Nadie supo por qué cada año venían a tocar un aurresku a mamá. Los niños mirábamos fascinados y con respeto su llegada. Me pregunto por qué no se lo pregunté. Ya es tarde. Lo que no hacemos al momento se pasa. Cuando dejaban en el suelo el tamboril y el txistu, lo rozábamos suavemente, mientras tomaban un café y una copa de coñac Soberano que la abuela les servía encantada. Aquellos dos txistularis, una institución en Baracaldo, se fueron al más allá vestidos con sus levitas rojas, pantalones negros y tricornio de gala. La magia, con el tiempo desaparece. Todo se olvida, aunque siempre quedan rescoldos en la memoria, como aquel día del Carmen en Santurce con mi abuela en una procesión marinera. A punto estuvimos de dar la vuelta a la barca por una galerna que nos mojó de lluvia y miedo. Aquella tarde rezamos con devoción a la Virgen del Carmen.
La patrona del mar me fascina, al margen de mi nombre. Está envuelta en nostalgia. San Juan pasa el solsticio de verano al 16 de julio, porque así la fecha es más atrayente. Hay 636.109 Mari Carmen en nuestro país. El nombre le resultó tan bonito a un polaco, padre de una amiga mía, que dijo que su primera hija se llamaría Carmen. Las leyendas envuelven a la Virgen. En 1251, se le apareció en Inglaterra a San Simón Stock, vestida de carmelita, y le entregó un escapulario que significaba la salvación del alma. Un escapulario es un hábito carmelita en miniatura. La Virgen también salvó a un barco irlandés a la deriva en medio de una tormenta. Un marinero tiró al mar el escapulario de la orden carmelita que llevaba al cuello y la tormenta cesó. El cielo, ese techo tachonado de estrellas, es como una vela blanca que guía a los navíos a puerto seguro, Estela Maris. Cuando fui a Israel, estuve en el santuario de Nuestra Señora del Monte Carmelo en Haifa y allí supe que Carmen venía de la palabra hebrea Carmelo o Al Karen que quiere decir jardín de Dios. En Italia hay muchos milagros que se le atribuyen a la Virgen del Carmen. Cuentan que en Palmi, unos eremitas en el año 1200, se convirtieron en una comunidad que se terminó llamando carmelitas. Un día soleado salieron en procesión y a la Virgen le cambiaron el color de los ojos. Se levantó una grandísimo vendaval con olas muy altas y se abrió la tierra. Curiosamente los que acompañaron la Virgen en su procesión no tuvieron ni un simple rasguño. El cielo también es selectivo a la hora de elegir las almas que quiere salvar. Entre los hombres del mar se cuenta que cada sábado, la Virgen del Carmen salva a sus queridos marineros del purgatorio. Por eso dicen que los marineros no creen en Dios, pero la Virgen del Carmen es la madre de Dios.
Desde niña tengo respeto al mar, quizás por aquella procesión de Santurce. A cambio mi abuela me hizo viajera. La recuerdo siempre a mi lado en tren o en autobús. Tenía toda la familia dispersa y en verano, visitamos a casi todos. ¿Te parece que nos marchemos mañana a Logroño? Siempre sabía que sí. Tenía hermanas en Vitoria y Logroño, primas en Tudelilla, Ausejo y Arnedillo. Las mas nobles, eran las primas del abuelo que vivían en una casa más, aparentemente, de Olite. Dentro era un palacio que a mí me encantaba porque pensaba que en aquellos salones dorados había vivido gente feliz, bebiendo en copas delicadas y bailando. Cada noche terminábamos en una bodega distinta con vino fresco y chuletillas de cordero asadas. Fui a tantas fiestas y fiestitas patronales que en mi cabeza siempre tuve la sensación de que en Navarra y la Rioja vivían en una continua fiesta. Con la tías de Navarra, fui dos veces a San Fermín. Como auténticas damas, nos sentábamos en barrera para ver la entrada de los mozos en la plaza de toros. Entonces no había tanto jaleo y eran escasas las cogidas porque tampoco había tapones en el túnel de acceso al coso. En uno de aquellos Sanfermines recuerdo a Hemingway, borracho como una cuba, con pañuelo rojo sudoroso y abrazado en cadeneta con una cuadrilla.
La primera muerte que me hizo llorar sin parar fue la de mi abuela. Intentando recuperar retazos del pasado, fui a Viana con mi hermano Manu. Estuvimos en la casa que supuestamente era del abuelo, visitamos la iglesia y pisamos el pórtico donde estaba enterrado César Borgia. Recorrimos el pueblo, hacía mucho calor, olía a galletas y no sentí nada especial. Mis antepasados debían de bailar en torno a mí, pero no los vi.
Este año, contemplaré la procesión de la Virgen del Carmen, desde lejos. Siempre me pareció que la frágil barquilla donde va, como reina y señora del mar, se puede volcar de un momento a otro. Son los recuerdos que vuelven temerosos a la tormenta de mi infancia. Pienso que en el más allá, ese lugar que ni ojo vio ni pudo saber lo que Dios tiene preparado para sus elegidos, entre nubes de algodón, estará sentada mi madre, el día 16 de julio, oyendo el txistu y el tamboril de sus misteriosos amigos. Cerca, muy cerca, la abuela disfrutará de la escena, porque seguro que ella sabía la verdad de aquella amistad especial.
Periodista y escritora