Dicen que los años de la pandemia nos han dejado una huella imborrable. Más allá de la enfermedad y de sus secuelas, los dos años y pico de excepcionalidad han transformado sensiblemente nuestro carácter y el nivel de las prioridades vitales que cada cual adjudica a su existencia.

Estoy seguro que alguien estudiará este cambio social para intentar de dar luz al origen de y las razones de esa mutación del comportamiento humano que yo identifico como un profundo giro hacia el individualismo materialista. Un reforzamiento del “ego” frente a la colectividad y el incremento, hasta grados insospechados, de los niveles de exigencia en relación a los demás, y más concretamente, hacia todos los estamentos públicos. Exigimos más y con mayor firmeza derechos. Pero no derechos colectivos. Derechos propios, que nos afectan en primera persona. Sin atender a contextualizaciones o a matices. Lo queremos todo y ya. Y ese afán nos está dejando una sociedad profundamente egoísta, sin visos de solidaridad y escasas probabilidades de sostenibilidad.

Nos hemos convertido en los cínicos del siglo XXI. En la Grecia clásica se identificó como Cínicos a quienes se dedicaban a criticarlo todo ladrando —kinikós significa perro—, siendo su principal exponente Diógenes, un pensador desaliñado que vivía en el interior de un tonel y vitalmente predicaba el desapego con el mundo que le rodeaba. Cuentan que un buen día se acercó hasta Diógenes, postrado indolente en su tinaja, el gran Alejandro Magno. El líder macedonio se detuvo ante el asceta postrado en suelo ateniense y le preguntó; “¿Por qué te llaman “perro”?”. “Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no me dan y muerdo a los malos”, contestó. “Entonces —dijo Alejandro— pídeme lo que quieras, que te lo daré”. Diógenes le miró de soslayo y le respondió: “Una sola cosa te pido, que te hagas a un lado porque me estás tapando el sol”.

Cínicos

Pedir lo posible y lo imposible es algo consustancial a la naturaleza humana. Sin embargo de un tiempo a esta parte esa función vindicativa se ha amplificado de manera omnipresente.

Tal vez a ello nos haya conducido, como bote reactivo, la necesidad de aislamiento frente a la propagación del virus, el recorte de movimientos, la limitación de las relaciones humanas.

La excepcionalidad del coronavirus, la situación inédita en la que se vieron sumergidos los gobiernos de las sociedades occidentales, hizo que a muchas herramientas de gestión pública que creíamos robustas y vigorosas se les abrieran las costuras ante la presión ejercida por la necesidad de una amenaza desconocida. Así, muchos de nuestros elementos de protección social han sufrido enormes desgastes. Los servicios públicos de salud, la atención a los sectores más desprotegidos, tuvieron que hacer frente a demandas que superaban la capacidad para las que estaban entrenados para actuar. Y, por regla general, superaron el reto positivamente, como demuestra el hecho de que la alerta mundial de pandemia, se pudiera levantar apenas dos años después de su declaración. Pero el coste del esfuerzo realizado se ha terminado por pagar.

La transición hacia la “nueva” normalidad, está resultando complicada. Las energías gastadas no se recuperan de la noche a la mañana. Sin embargo, la exigencia de la gente, lejos de admitir la necesaria aclimatación, no da tregua. Y, pese a que las necesidades no resultan tan perentorias, las percepciones de inseguridad o de desatención, pasan factura y desgastan a los gestores públicos. El personal sanitario, por poner un ejemplo, exhausto por el esfuerzo realizado durante la pandemia, reclama más manos en el sector que atiendan el servicio. Y ello no es posible en las actuales circunstancias porque en el mercado no hay oferta que lo posibilite. Y, pese a que los recursos humanos contratados —interinamente ya que la legislación ordinaria no posibilita contrataciones permanentes en corto plazo— son los más numerosos de los últimos tiempos, la imagen que trasciende es la de un presunto recorte de personal (que no existe), un “desmantelamiento” del servicio y una falsa acusación de “privatización” de la prestación pública.

Al mismo tiempo, nosotros, los usuarios o pacientes, criticamos el hecho de que ante una eventualidad sanitaria, la administración tarde en conceder asistencia presencial con el profesional médico. Se imponen los filtros, porque “el personal está saturado”. Pero lo peor ocurre cuando se acude a la cita presencial y se observa que los ambulatorios están prácticamente vacíos. Y que el médico/a tarda en recibir al paciente pese a no tener a nadie en la sala de espera.

Otro tanto ocurre en el ámbito de la seguridad donde los profesionales policiales, reivindicando mejoras laborales, son los primeros en alterar la normalidad ciudadana con protestas que amenazan con el sabotaje de un importante evento internacional en nuestro territorio. Todo ello, amparado por el placet de un polémico magistrado que ha dado carta de naturaleza legal a la ocupación del espacio público o la interrupción de servicios de transporte colectivos, entre otras medidas de presión de unas demandas de mejora laboral.

Nos enfrentamos, por el momento, a un contencioso donde los poderes públicos se sienten acosados y sin margen de maniobra. Presionados por el malestar de la ciudadanía que observa que las cosas no funcionan lo bien que debieran y que exige, que el sistema les ampare cuando personalmente lo necesite. Por otro lado, profesionales públicos que reclaman mejorar sus condiciones laborales, empoderándose de su capacidad de influencia sobre la opinión pública. Y todo ello con la utilización política de ambas caras del problema que son utilizadas como armas de desgaste y de deterioro de la imagen pública de los gobernantes de turno.

Estos ejemplos no son sino la expresión de ese “nuevo tiempo” nacido de la pandemia. Y es que los niveles de conflictividad y de protesta surgen desde cualquier lado. Conozco el caso de un vecino de mi localidad que ha presentado dos quejas en el ayuntamiento (no una, dos), porque el servicio de obras públicas había colocado una señal de tráfico indicativa de zona de “carga y descarga” debajo de su ventana. Una señal de tráfico —un poste y un disco— que le “impedía la visión del paisaje”. El paisaje “incomparable” opacado era el vallado de una vivienda adosada.

Asistí, igualmente a la manifestación de medio centenar de vecinos que se concentraban junto al portal del alcalde de turno para protestar por la tala de 150 olmos situados en la vía pública y que según los técnicos se eliminaban debido a problemas en las raíces que hacían peligrar su estabilidad. Talas, que por cierto iban a ser compensadas con la plantación, en su lugar, de otro tipo de árboles, “no adecuados” por los convocantes “ecologistas” del escrache.

Queja por el asfaltado nocturno de la calle. Por el ruido del camión recogedor del vidrio. Por la proliferación de turistas atraídos por el Tour. Por la humareda de las hogueras de San Juan. Protesta de la hostelería, protesta de la limpieza, del personal de las residencias… ¡Protestemos todos! ¡Ladremos como Diógenes! Porque quien “no llora, no …”.

Empiezo a no reconocer el grado de reproche y queja instalado en esta sociedad. Sobre todo, cuando todas las encuestas realizadas en los últimos tiempos, apuntan a que la nota media de los vascos y vascas damos a nuestra situación personal, alcanza el notable. Si de verdad creemos que nuestro bienestar personal se puede evaluar con un siete sobre diez, ¿cómo entender la ansiedad y las muestras de descontento y desafección colectivas que estamos observando?

Será éste el signo de los tiempos que nos está tocando vivir y al que tendrán que hacer frente los nuevos gestores públicos que estos días toman posesión en nuestros ayuntamientos y diputaciones. Días pasados fueron Ramiro González y Eider Mendoza los que en el ejercicio democrático de configurar mayorías consiguieron ser investidos como máximos representantes de las diputaciones de Araba y Gipuzkoa respectivamente. El próximo miércoles, será Elixabete Etxanobe quien lo haga en Bizkaia. Por primera vez en la historia dos mujeres presidirán las instituciones forales de Bizkaia y Gipuzkoa. Un escalón más en la lucha por la igualdad de mujeres y hombres. Un techo de cristal más roto en beneficio de una sociedad más justa y equitativa. Suerte a todos ellos en el inicio de su nueva gestión al frente de las instituciones. La van a necesitar para hacer frente a los “ladridos” de los nuevos cínicos de nuestro tiempo.

Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV