Con todos mis respetos: ¿Hay alguien que no haya oído o leído estos días sobre la tragedia de los pasajeros del Titan, ese sumergible que ha implosionado en las profundidades del océano? Con todos mis respetos también: ¿Se acuerda alguien de los 750 seres humanos, un centenar de niños incluidos, que unos días antes, en su fuga de los infiernos de sus respectivos países, fueron abandonados a su suerte hasta el último momento? En el primer caso, se emplearon múltiples recursos materiales y humanos; en el segundo, todos miramos a otra parte.

El capitalismo es una religión casi perfecta: a los ricos y a las clases medias solventes les ofrece experiencias; a los pobres resignación. La aventura es para aquellos que se pueden permitir el lujo de adentrarse en un minúsculo catafalco para observar a cuatro mil metros de profundidad marina los restos del Titanic. Pero, la verdadera odisea es la de esos cientos de desarrapados que se embarcaron en una destartalada embarcación con todas sus esperanzas a bordo mientras dejaban atrás guerra y pobreza. Ahora, nada o casi nada se sabe de ellos, pese a haber sucumbido frente a las costas griegas de Homero. Las peripecias de los pobres son pura necesidad y no cotizan en los mercados. Las otras sí. Ya saben la historia del Titanic, aquel orgulloso y ostentoso transatlántico construido en los muelles de Belfast, el más grande de su tiempo, y que por error humano chocó contra una inmensa roca de hielo a pocas millas de su destino en Nueva York. En el hundimiento perecieron 1.496 personas de las 2.208 que iban a bordo. Fue el mayor naufragio de la historia en tiempos de paz.

En el buque, a pesar del lujo que destilaba, también había clases. Los ricos llevaban signos identificativos entre sus pertenencias y una gran parte de ellos fueron reclamados por sus familiares. Embalsamados y emplazados en ataúdes los cadáveres fueron entregados a sus familiares. El capitán de uno de los buques que socorrieron al Titanic, un tal Frederick Lardner, decidió que los cuerpos, muchos de ellos desfigurados, de los viajeros de tercera clase que no podían identificarse rápidamente fueran arrojados al mar. Allí quedaron. Entre ellos había muchos emigrantes irlandeses que habían vendido todos sus bienes para comprar un mísero billete en las oscuras entrañas del Titanic.

La madrugada del pasado 14, cuando el motor del pesquero Adriana se rompió, palestinos, sirios, afganos y paquistaníes iban a bordo del desmadejado cascarón. Dice la versión oficial griega que los náufragos rechazaron cualquier tipo de asistencia y prosiguieron su camino hacía Italia. Los datos de navegación contradicen la versión de las autoridades. Cuando llegó el helicóptero recogió unos pocos náufragos con vida. Los demás eran cadáveres sobre una mar extrañamente plácida. Tampoco parecían llevar signos identificativos.

Los propios medios de comunicación han pasado de puntillas sobre la noticia. El escaso eco ha venido generado por las acusaciones que varios de los intervinientes en el fallido rescate se han hecho mutuamente.

El mundo está conmocionado estos días. Todos los medios tecnológicos y científicos no han podido rescatar con vida a los millonarios a pesar de los esfuerzos de los países más avanzados. A bordo viajaban un grupo compuesto de varios empresarios y un experimentado explorador. De ellos ya sabemos casi todo, sus logros, sus hazañas, y que cada uno de ellos había pagado 250.000 dólares para participar en la ahora desgraciada aventura.

Ahora, más que en ningún otro tiempo, los ricos son enormemente ricos, y las cifras mareantes de sus fortunas han creado un nuevo tipo de turismo. Se trata de vivir experiencias únicas y que nos llevan al límite, no sé si de nuestra estupidez o de nuestra resistencia. Lo preocupante es que antes de que nos demos cuenta, este tipo de turismo, una vez descendido en su escala económica, pasará a hacerse extensible a una capa más numerosa de la sociedad como ha sucedido en la conquista de algunas de las cumbres de montaña más renombradas.

Tengo la convicción de que hay cosas que sería mejor no descubrir y dejarlas como están. La caja de Pandora no se puede cerrar una vez abierta. El Titanic no es más que un recordatorio de la soberbia humana que la naturaleza se encargó de enviar al fondo del mar.

Lamento la muerte de los pasajeros del Titan. En el siglo XVII, el clérigo y poeta inglés John Donne escribió que ningún hombre es una isla y que la muerte de cualquier hombre nos disminuye porque formamos parte de la humanidad. Quizás de todo ello podamos extraer un poco de sabiduría y cordura. Pero lamento aún más que a unos les hayamos convertido en héroes y a otros en simple estadística. Así nos va.

Periodista