LA historia de mis ancestros –de una parte de ellos– no es nada excepcional. Es como las de miles de mujeres y hombres que, finalizada la guerra, se vieron obligados a emigrar para encontrar un lugar donde trabajar y vivir. Familias enteras que salieron de sus tierras de origen con la esperanza de saciar el hambre y las necesidades que la miseria de la “victoria” del “alzamiento” había dejado en un territorio empobrecido y sometido a un régimen feroz.

Así, hasta una Bizkaia populosa en ciernes, cuya industria básica había dejado en pie el gobierno de los perdedores como garantía de supervivencia de su población, llegaron miles y miles de desesperadas almas para encontrar un trabajo y una opción en la que establecer un hogar.

A Basauri, entonces nudo de comunicaciones –Dos Caminos– y confluencia de los principales ríos del territorio (Nervión e Ibaizabal) llegó en los primeros años de la posguerra la prole de los cachuchos. Así los denominaron sus vecinos serranos por el sombrero que el cabeza de familia portaba tras un infausto viaje por América. Fue a la Argentina a tutelar el negocio de un hermano –un colmado– y volvió a la península con las manos vacías. En el viaje de vuelta su maleta llena de dinero “se perdió en el mar”. Así que de su estancia en Buenos Aires solo reportó una cachucha, típica gorra de paño con visera. Y tal atuendo, inusual entre sus vecinos, le dejó el sobrenombre en el pueblo. El mote personal y, posteriormente, el de toda su descendencia.

Los cachuchos lo conformaban el matrimonio de Donato y Eulalia –casada con este en segundas nupcias– y ocho hijos (el último, Jesús –con el tiempo Josu– nacido ya en Euskadi).

La familia no llegaría completa a la localidad vizcaina. El hijo mayor de la saga, José, y el quinto en edad, Miguel, habían tomado los hábitos de fraile y desarrollaban su noviciado por diversos colegios en el Estado y luego fuera de él.

Los Mediavilla-Ayuso/Gil (José, Esteban, Cirila, Luis, Miguel, Benito, Donato y Jesús) habían dejado atrás su origen en los pinares burgaleses donde el padre de familia –Donato– trabajaría en una empresa maderera. Con ella, con la actividad del aserrío, trasladaría al conjunto familiar por parajes de Soria y Burgos, para recalar finalmente en Basauri, donde se asentaron definitivamente.

En el cuarto piso de un viejo inmueble, en la calle de la Estación, establecieron su campamento. Y allí, en aquella lúgubre casa de madera en la que las ratas hacían carreras por el falso techo, fueron arraigando sus vidas. Vivieron –como la mayoría– años duros. De hambre y necesidad. De los recuerdos de entonces contaban cómo todos comían de una cazuela. El guiso era unas patatas. Arremolinados en torno al puchero, todos metían baza y, aunque las papas estuvieran hirviendo, se introducían en la boca con riesgo cierto de abrasarse. No hacerlo significaba quedarse sin comer.

Eulalia cosía pantalones. Los más jóvenes se escolarizaban y los adultos comenzaban a trabajar donde pudieron. Poco a poco se fueron insertando en la vida del barrio, en el municipio. La familia echó raíces. Se fue asentando, relacionando con el entorno, con los vecinos. Surgieron amistades, lazos humanos, laborales. Emancipaciones, noviazgos, nuevos enlaces.

Donato, el patriarca cachucho, fue, hasta su longeva muerte, modelo de un recio castellano, de tradiciones firmes y costumbres propias de un meapilas. Eulalia, mi abuela, fue una mujer paciente, sufridora y sostén de aquella prole. Sus hijos –todos lo fueron, a pesar de que solo los tres últimos resultaran biológicamente propios– se forjaron en el trabajo y en el sacrificio aprendido en casa. Y con el tiempo se convirtieron en basauritarras de toda la vida. Sin olvidar su origen, al que volvían en vacaciones.

La saga estableció sus nuevos lazos familiares, la prolongación de sus vidas, en este país, en Euskadi. Aquí vivieron sin que nadie les preguntara de dónde habían venido. Aquí trabajaron, bajo el mismo sol y la misma lluvia que mojaba a todos por igual. Y aquí soñaron, sin que nadie les obligara a renunciar a sus ilusiones.

La tercera generación de los Mediavilla –la mía– ya formaba parte del paisaje de esta sociedad. No entendía otro porvenir que no pasara por el solar por donde habían nacido y crecido. Una buena parte de sus componentes asumieron el euskera como lengua propia y se convirtieron en esos “nuevos vascos” que forjaron una colectividad multicultural pero con voluntad política propia. La cuarta y la quinta generación nacida de aquella fuente familiar ignoran el origen de esta estirpe y, a lo sumo, lo contemplan como una anécdota en una historia que les pilla bastante lejos.

Este proceso evolutivo fue un fenómeno general. Tras la crisis económica de primeros de los ochenta y la caída de los sectores industriales estratégicos que habían dado trabajo a miles de personas llegadas de todo el Estado, se produjo un fenómeno social que ha tenido enormes consecuencias.

Una buena parte de los excedentes humanos de la reconversión –trabajadores que en su día llegaron de todas partes de la península– aceptaron las indemnizaciones que el sector público empleador les ofreció para su baja laboral. Con esos fondos económicos a modo de jubilación, muchos financiaron la vuelta a sus pueblos de origen. Allí, gracias esos ahorrillos, pudieron rehabilitar sus antiguas casas y retomar su vida donde la dejaron tiempo atrás. Fueron miles los que cumplieron con su sueño de volver. Pero sus hijos no. Sus hijos e hijas no les siguieron porque sus raíces estaban ya aquí. Sus hijos e hijas creyeron que era aquí donde querían labrar su proyecto de vida. Porque identificaron a este país como el suyo, como el país en el que querían vivir, progresar y hacer crecer su progenie. Andaluces, gallegos, castellanos, riojanos o extremeños de origen se sintieron vascos de nueva generación. Y con ese cambio de mentalidad, el mapa sociopolítico del país también evolucionó. El cuento de las “dos comunidades”, la teoría de las “maletas” o el miedo a ser “expulsados” por los ocho apellidos vascos se desvaneció. Hasta el sentido de voto, que hasta entonces había mantenido una cierta disciplina en formaciones estatales, fue virando a alternativas más elásticas y de centralidad vasquista.

Hablar hoy de los de aquí y los de allí no tiene ya ningún sentido. Entre otras razones, porque hace años ya que no hay flujos migratorios que sustenten teorías disgregadoras como las que hemos conocido en el pasado. Hoy todos somos vascos y vascas con o sin apellidos euskaldunes.

Un Mediavilla como yo decidió militar en una organización nacionalista vasca con dieciséis años –hace ya más de cuarenta y seis–. En mi determinación confluyeron varias circunstancias y he de reconocer que, si bien la parte patriarcal de mi linaje no tenía vínculos tradicionales con dicha ideología, sí mi otra rama familiar (la materna), que sin haber tenido una tradición acentuada por esta vocación política sí se identificaba con la misma.

Mi padre, Donato, de la primera fila de los cachuchos, terminó afiliándose también al PNV. Él, probablemente, no entendería el abertzalismo del mismo modo que yo lo hacía. Pero para él, ser nacionalista vasco era una forma de sentirse partícipe de una colectividad en la que se encontraba a gusto y en la que quería proyectar su futuro.

Tal vez Donato no hablaría demasiado de soberanía o de autodeterminación. No necesitaba complicarse la vida. Sabía que Euskadi era su casa y por eso la defendía sin más.

Alimentar el fantasma de las dos comunidades, decir como recientemente lo ha hecho el señor Andueza que los nacionalistas “quieren construir un país para ellos solos” y hacer “un país monocolor, solo para nacionalistas” resulta, además de una falsedad denunciable, una temeridad en términos políticos que creo necesaria denunciar, aunque algunos le resten gravedad por circunscribirla en tiempo preelectoral. Y no. Aquí nunca se ha excluido a nadie, ni se ha gobernado para unos pocos. Desde que el nacionalismo democrático gobierna en este país –en colaboración con otros–, lo ha hecho pensando en todos y todas. Para los vascos y vascas de hoy y de mañana. Para las mujeres y para los hombres que trabajan, viven y esperan proyectar su vida en Euskadi. Y así va a seguir siendo aunque el señor Andueza diga lo contrario.

Esta es la patria que el nacionalismo vasco reivindica hoy. La Euskadi en la que creyeron los cachuchos de ayer y la que construirán sus descendientes de mañana. La Euskadi de todos y todas. l

Miembro del Euskadi Buru Batzar de EAJ-PNV