N los últimos meses vengo realizando talleres para familias y profesionales, sobre el efecto del consumo de porno violento y otros riegos sexuales de Internet que tienen que ver con las adicciones. Se trata de intervenciones dirigidas a aquellos progenitores que les da corte (vergüenza o simplemente no saben cómo hacerlo) hablar de estos temas con sus hijos/as.

Por esa razón los talleres pretenden animarlos a que lo hagan, capacitándoles para tan difícil tarea, ya que los efectos de que el porno violento sea el referente educativo principal de nuestros niños y niñas puede ser devastadores. Y he de reconocer que aprendo mucho de lo que me cuentan.

Hoy quiero compartir una reflexión de esa experiencia. Se trata de aquellos padres y madres que han tirado la toalla porque sus hijos o hijas están abducidos por el smartphone, resultándoles difícil entablar una conversación con ellos, no solo de cuestiones sexuales y afectivas, que es un hándicap cultural y generacional, sino de otras muchas. Nos dicen de las dificultades del diálogo, de que les cuesta hablar mucho.

Analizamos el problema en base a una serie de elementos a modo de coctel. Añado a la coctelera, la decisión del periodista y académico uruguayo Leonardo Haberkor, que renunció a seguir dando clases en la carrera de Comunicación en la Universidad ORT de Montevideo con una emotiva carta en la que, entre otras cosas decía:

«Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez. Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies".

Incorporo otro ingrediente: hace unas semanas supimos por los medios de que un menor estuvo ingresado dos meses en un hospital para tratar una adicción a un conocido videojuego. Los especialistas en adiciones saben bien de qué estamos hablando.

Y finalmente añado la guinda al cóctel: Hace un par de meses leía un documento publicado por la Oxford University Press en el que se describía un nuevo trastorno mental grave inducido por las RR SS con el acrónimo MSMI (Mass Social Media-Induced Illness). Este trastorno, según el artículo, se considera "una expresión de una reacción de estrés ligada a la cultura de nuestra sociedad posmoderna que enfatiza la singularidad de los individuos y valora su supuesta excepcionalidad, promoviendo así comportamientos de búsqueda de atención y agravando la permanente crisis de identidad del hombre moderno".

El documento advierte de que "un gran número de jóvenes en diferentes países se ven afectados, con un impacto considerable en los sistemas de atención médica y la sociedad en su conjunto". Si la salud mental pública en nuestro país es la gran abandonada de la atención sanitaria, no sé qué ocurriría si esos nuevos trastornos se convierten en realidad.

Con esta mezcla, pongo encima de la mesa una cierta convicción: Es muy probable que muchos jóvenes (y adultos) tendrán inevitablemente algún grado de adicción a Internet, razón por la que debemos reconocer este hecho, ser conscientes de los riesgos que comporta y disponer de las habilidades necesarias para controlarla.

Las conductas adictivas asociadas al consumo de porno violento, las compras compulsivas, las redes sociales, las apuestas on line, los retos virales de TikTok e Instagram o los vídeo juegos, son solo algunos de los riesgos más conocidos, trances que parecen haberse incrementado durante la pandemia de la covid-19. ¿Y qué decir de plataformas como Onlyfans o las cam-girls cuyo crecimiento exponencial asombra a propios y extraños?

Esta idea de "dependencia digital" o "uso abusivo" de Internet es suscrita por diferentes pensadores/as. La observamos también en tertulias de amigos/as, así como en mis actividades educativas con familias y profesorado (tengo cinco docentes en mi familia con los que converso frecuentemente a este respecto) lo que me lleva a valorar tal conjetura con interés a la vez que con preocupación.

Los conceptos de adicción y de desconexión digital, por tanto, parecen estar cada vez más presentes en determinados entornos sociales en los que suele plantearse un vivo debate, en los que hay quienes consideran, como bien lo hace Cesar Hazaki, que "si vamos a ser cyborgs, lo seamos con pensamiento crítico, no cyborgs ramplones".

Algunos pensadores como Gerd Leonhard advierten de que la ética de la tecnología digital debe estar en el centro de todos estos avances y progresos y que el bienestar de los seres humanos debería ser el protagonista nuclear de todo ello.

Las grandes compañías tecnológicas, auténticas máquinas de ganar dinero en negocios que estriban en comprar nuestra atención, están invirtiendo en plataformas de entretenimiento, de información diseñada por complejos algoritmos, que pueden configurar un futuro en el que una de las posibilidades sea la conducta de un rebaño de borregos hacia no se sabe muy bien dónde. O tal vez sí: ¿hacia la anestesia en el pensamiento crítico? Y este hecho viene acompañado de una dependencia patológica tanto de las nuevas tecnologías, como de sus contenidos.

No hay duda de que su propósito principal es que naveguemos por la red el mayor tiempo posible, es decir hacernos adictos a sus plataformas y aplicaciones. Que consumamos sus contenidos a cambio de nuestro tiempo. Que prestemos nuestra atención, dando además a modo de trueque nuestros datos personales, cuyo destino final y su instrumentalización es imposible de conocer, aunque el escándalo de Facebook y Cambridge Analytica, hace algún tiempo ya nos dio una pista del oscuro negocio de los big data.

Facebook por cierto que, recientemente, pidió disculpas por su contribución al descalabro de la autoestima de muchos jóvenes a través de Instagram, reconociendo que lo que realmente le importaba era ganar pasta. Saben perfectamente de los efectos de sus aplicaciones.

Estos hechos, a mi entender, y así se lo digo a padres y madres, son lo suficientemente importantes como para plantearnos un amplio y profundo debate sobre las consecuencias de abandonarse en manos de la tecnología, ya que el riesgo de acabar abducidos por ella sería un verdadero drama para los seres humanos. La tecnología es fría, no tiene valores, no da afecto ni cuida a las personas. Una máquina nunca podrá ser humana.

Me pareció interesante lo que dijo Jack Ma -el cofundador de la empresa Alibaba- en una entrevista que le hicieron en el World Economic Forum de 2017. Él era partidario de cambiar el sistema educativo actual, y proponía un modelo no basado únicamente en conocimientos técnicos para competir con los ordenadores que siempre nos ganan, que son superiores en muchas cosas y que son más inteligentes. Sugería que a los/as niños/as hay que enseñarles valores como crear, pensamiento independiente, trabajo en equipo, cuidar de los demás... y también enseñarles deporte, música, pintura y arte.

Dicen que en los colegios donde van los hijos de los investigadores, CEOs y creadores de los dispositivos y aplicaciones más actuales y conocidos a escala planetaria, tienen prohibido usar el móvil. Si fuera cierto, seguro que tiene explicación y parece fácil anticipar la respuesta: Ellos saben mejor que nadie las consecuencias negativas en los más pequeños de este monstruo que han creado y que les da pingues beneficios.

Hace poco el rotativo El País informaba de que China prohibía que los menores dedicaran más de tres horas semanales a los juegos por Internet, debido a la creciente preocupación de las autoridades por la adicción a esta actividad, que habían llegado a calificar de "opio espiritual" y en razón de que los "efectos nocivos que están causando entre aquellos que serán la fuerza motriz de la sociedad en un futuro".

Con todo, estos artefactos tecnológicos, en particular el smartphone nos ha seducido. Nos han atrapado a todos, grandes y pequeños, han transformado nuestro tiempo libre y nuestras relaciones. Nos han cautivado, casi enamorado, ya que pasamos más tiempo con ellos que con cualquier otra actividad o persona. Tal es así que los investimos de un poder extraordinario: son como fetiches que nos van a procurar satisfacciones frente a nuestra, tal vez, insulsa y aburrida vida. El móvil puede ofrecer aquello que anhelamos y de lo que carecemos. Y como tal cosa no ocurre, no pocos tienden a caer en un estado de frustración y abatimiento.

Y la producción de plataformas y aplicaciones, cada cual más atractiva y novedosa, no tiene límites, razón por la que hay que capacitarse en estas lides digitales y no bajar la guardia.

En fin, por todo ello, animo a los padres y madres -que en estos talleres nos dicen que, aunque cansados, resisten como buenamente pueden a las imposiciones omnipresentes de nuestro mundo digital- que no renuncien a comer y dormir sin móvil, dosificando y acompañando su uso en sus hijos e hijas advirtiéndoles permanentemente, con la palabra, el ejemplo y los hechos, que hay vida fuera de Internet.

* Psicólogo clínico y especialista en Sexología