A democracia se basa en la ficción del contrato social que, aunque producto de la imaginación, como la propia democracia y su principio supremo, la igualdad, es el procedimiento racional y razonable de fundamentar la convivencia; es decir, de establecer unos principios, normas y/o leyes que nos alejen del riesgo de confrontación y subsiguiente sufrimiento. No se trata de un contrato, acuerdo o pacto explícito, factual, puntual, concreto, histórico, sino atemporal, permanente, como si estuviéramos acordando todos los días. Esto se puede entender al hacer la pregunta que nunca podemos dejar de hacernos: ¿Por qué debo respetar las leyes? ¿O qué fundamento moral las sustenta?

Para intentar responder, se sugiere un ejercicio de reflexión que nos convendría hacer: imagina que conoces todo lo que hoy se sabe sobre ciencias naturales, ciencias sociales y humanas (sistemas políticos, economía, formas de ser individuales y colectivas), historia, ideologías, religión y, por último, efectos de la producción y consumo humanos sobre la naturaleza y el clima. Imagina, también, que vas a nacer de nuevo, pero no sabes en cuál de las miles de circunstancias posibles (país, color, etnia, religión, género definido o no, clase social, familia, coeficiente intelectual, habilidades sociales, condición psíquica y de salud) vas a nacer. Ahora se te pregunta: ¿Cómo te gustaría que fuera el sistema político en el que nacieras, en cuanto a derechos y deberes (formas de organización y participación política, impuestos, la presencia de lo público y privado, sistema judicial, código penal, derecho de propiedad y uso, papel del mérito y esfuerzo en el derecho a prestaciones, renta general básica, asilo, derecho de injerencia, privacidad digital, desigualdad económica tolerable, qué blindar y qué dejar al juego parlamentario, prácticas religiosas, etcétera), teniendo en cuenta que al nacer sólo tienes entre un 1 y 10% de probabilidades de tener suerte; y de que tendrás descendencia, que el mundo continuará existiendo? E imagina que todas las personas del mundo hacen también esta reflexión, aunque algunas no necesitan, pues ya viven en el peor de los escenarios posibles. Añadamos: tienes toda la vida para dialogar y decidir sobre ello con el resto. Es obvio que de esa situación original de igualdad sólo se aceptaría un sistema democrático, de auténtica independencia de poderes, más participativo, igualitario, ecologista y justo que el que tenemos, y que el concebido por los liberales clásicos y los neoliberales de hoy.

Ciertamente, el contrato social pensado como diálogo permanente no ha tenido lugar ni lo va a tener nunca en un momento y lugar puntuales, pero, teóricamente, es lo que subyace en el sistema democrático, y debe entenderse como una posición original de igualdad axiológica universal, además de como proceso en constante actualización hacia la máxima igualdad real posible, al mismo tiempo que es una referencia de lo legítimo e ilegítimo, de lo aceptable y de lo inaceptable, como es, por ejemplo, la obscena desigualdad actual.

Con ciertas diferencias, esto es lo que el filósofo John Rawls ideó y llamó velo de ignorancia, versión del imperativo categórico kantiano, como posición original común en su concepción del contrato social, que supera el interés particular de quien plantea una ideología desde una situación social ventajosa. Esta, aunque irreal, es una manera de situarnos en la igualdad de partida desde la que elegir unas relaciones políticas, económicas, productivas y sociales. Tenemos la certeza de que no se nos va a presentar la situación de volver a nacer de nuevo, pero, de la misma manera que, teóricamente, según una de las máximas del capitalismo, podemos subir en la escala social, tampoco tenemos la certeza de que no vamos a descender si estamos arriba. Esa posibilidad se está haciendo realidad constantemente (por ejemplo, con motivo de la debacle económica de 2008 y su posterior solución-estafa), principalmente en casos que previamente estaban situados en el umbral más bajo de la clase media. Y se puede caer al más pobre nivel social. Con esto quiero decir que se puede volver a vivir otra vida sin tener que morirse antes.

Curiosa y acertadamente, la película El Hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia, expone gráficamente esta situación, la cual me parece oportuno traer como imagen del velo de ignorancia. En una cárcel de unos 300 pisos, los internos viven cada mes en un nivel diferente según el azar, es decir, ignoran qué piso les va a corresponder el siguiente mes. Lo cruel es que la comida que se les envía de arriba abajo es abundante y sobra en el nivel más alto, pero más reducida cada piso inferior, hasta ser totalmente inexistente. Esto se puede interpretar como la teoría capitalista del trickle down o derrame, según la cual, la distribución de la riqueza se hace de manera natural sin la intervención estatal, pues su acumulación en la cúspide de la escala social acaba filtrándose a todos los niveles inferiores. Otra cosa es que eso ocurra, y más aún que, de ocurrir, si sería admisible. Volviendo a la película, en los niveles en los que ya no llega comida, la lucha por la supervivencia es de tal salvajismo que se practica el canibalismo, pues el ser humano, en situaciones límite, puede ser capaz de lo que le es propio por naturaleza: la violencia. A algunos presos se les ocurren diferentes métodos, unos con violencia y otros sin ella, para hacer que la abundancia del primer nivel se reparta proporcionalmente de tal forma que la comida llegue a todos los niveles, y así poder evitar el hambre y el canibalismo violento. Es indudable que lo que mueve a los ideadores de la estratagema es su propio interés por sobrevivir y convivir, que solo es posible sobreviviendo todos los internos, evitando así el sufrimiento de la segura violencia de unos contra otros.

Se trata, entonces, de lograr una convivencia, aunque sea basada en el interés. Esta puede ser vista como una fría idea del primate humano. Pero la cuestión no es si es una visión antropológica negativa o positiva, sino si tiene veracidad o verosimilitud; si es falsa o no. ¿Por qué negar lo obvio? Además, esta forma de pensar es coincidente con quienes, basándose en la biología, concretamente en las formas de supervivencia de las especies, aseguran que, siendo que en la naturaleza se da más la cooperación intraespecie que el individualismo, y que ello asegura mejor la supervivencia, los seres humanos debemos hacer lo mismo. Estoy de acuerdo que debemos actuar cooperando, pero no porque sea así en la naturaleza, pues su ser no puede determinar nuestro deber ser. Pongamos que el orden natural es el contrario: una lucha constante e inmisericorde de unos contra otros, como creen muchos. Pero ello no nos permite deducir lógicamente que debamos ser así, si podemos ser de otra manera. Desde luego, si no hay posibilidad alguna, no tenemos obligación moral de ser de otra forma. Pero podemos elegir ser así o asá, por ejemplo, actuar racionalmente por interés general: si no deseamos el enfrentamiento y sufrimiento, busquemos el medio más adecuado para conseguir el fin que queremos, que es sobrevivir dignamente.

No obstante, para quienes prefieren ver mucho más positivamente al ser racional, la idea del velo de ignorancia es también una manera de ponerse empáticamente en el lugar de quienes están peor situados, un acercamiento a lo que Kant proponía con su imperativo categórico: "Imagina una ley que pueda ser aceptable universalmente", o bien una concretización más detallada del cotidiano: "¿Qué harías si estuvieses en su/mi lugar?", escenarios todos ellos irreales, aunque posibles. Adela Cortina nos dice: "Al decidir las normas que en su sociedad van a regular la convivencia, tenga en cuenta los intereses de todos los afectados en pie de igualdad, y no se conforme con los pactos fácticos, que están previamente manipulados, y en los que no gozan todos del mismo nivel material y cultural ni de la misma información". Subrayo la frase "intereses en pie de igualdad", pues solo en esas condiciones se pueden aceptar verdaderos derechos. Y, efectivamente, los pactos fácticos no son aceptables por surgir en la desigualdad, pues, de hecho, la igualdad no existe. Por tanto, hay que imaginarla, pensarla. Y de ahí surgen los incumplidos derechos humanos, cuya estructura de pensamiento es que todos deberíamos ser considerados iguales, precisamente por no ser, de hecho, iguales.

De vuelta a las preguntas del principio, pero ahora transformadas en una: ¿Se están realmente cumpliendo todos los derechos de todos los humanos en aras de la convivencia universal?

Por tanto, evitemos ese momento en el que el primate humano o bien cree que la fuerza es la única salida legítima o no tenga tiempo para deliberar sobre si lo es o no.