LA vida de cada uno de nosotros describe una trayectoria compleja sobre la superficie del planeta, repleta de ires y venires, de experiencias, interacciones, éxitos y fracasos y, cuando se prolonga lo suficiente, transcurre por periodos y estadios muy diversos, unos dulces y otros bien amargos.

El conjunto de la aventura vital está impulsado en gran medida por la búsqueda. Buscamos, con frecuencia de manera inconsciente, sin saber exactamente qué, pero nunca dejamos de buscar. Y uno de los tesoros deseados que impulsa constantemente esa búsqueda es el de la "estabilidad".

Tal y como la concebimos, la infancia y juventud ideal están asociadas a una larga fase de estabilidad. Nacer y criarse de manera prolongada en un entorno con recursos y serenidad suficientes que asegure alimento, cuidado, educación y cariño es sin duda un privilegio que exige de estabilidad.

La estabilidad no excluye el cambio y no implica la ausencia de eventos inesperados o traumáticos, pero exige de un equilibrio y robustez suficientes que aseguren la continuidad, de modo que lo relevante pueda acontecer sin que acontecimientos extremos lo impidan.

El Planeta Tierra que habitamos es precisamente, en sí mismo, un excelente ejemplo de esa codiciada estabilidad, girando incesantemente alrededor del Sol, como un derviche de la gran danza del Sistema Solar.

La estabilidad de la órbita del planeta no excluye sin embargo que en su seno se den eventos catastróficos de origen natural (huracanes, terremotos o tsunamis), o causados por la propia torpeza del hombre (accidentes nucleares, deforestación, contaminación, perdida de biodiversidad, cambio climático?). Pero es lo suficientemente robusta, como para mantener siempre la misma trayectoria y ritmo.

Sin embargo, lo estable e internamente coherente no siempre aparece así a ojos de terceros. Sin ir más lejos, la estructura y estabilidad de la dinámica del Sistema Solar, hoy universalmente aceptada -¿o tal vez no?-, costó casi la vida a uno de sus precursores en el siglo XVII, Galileo Galilei, por la obstinación y desmesura de una Inquisición incapaz de integrar lo que la Biblia, por una parte, y los telescopios y el sentido común, por otra, decían.

La estabilidad no siempre es espontánea, ni gratuita, ni viene dada, como la del Sistema Solar, sino que exige con frecuencia esfuerzo, ser alimentada. Lo vemos cotidianamente. Mantener la estabilidad del sistema económico necesita de no pocos agentes que supervisen su funcionamiento.

Pero la estabilidad tampoco puede forzarse, amarrarse con una cuerda, ni sujetarse a la pared con un clavo o chincheta; exige también fluctuar, energía que la sustente, libertad, movimiento.

Es difícil entender la vida sin la búsqueda de la estabilidad, pero una reflexión más pausada nos permite constatar que, realmente, el devenir se entiende mejor a través del concepto de "metaestabilidad", que predice que la estabilidad es efímera y está siempre condenada a desvanecerse.

La vida, en realidad, transcurre en un complejo laberinto en el que largos periodos de estabilidad, incluso en ausencia de eventos inesperados, conducen a nuevas fases, también de estabilidad, pero de naturaleza distinta, a veces a través de atajos inesperados y abruptos. Nuestro devenir podría dibujarse mediante una serie de arcos suaves que representan los periodos de dulce estabilidad, interconectados por trazos quebradizos, abruptos, que corresponden a los trances de metamorfosis más traumáticos, volátiles y turbulentos.

En el mejor de los casos, una vida prolongada y saludable, caracterizada por la estabilidad, no puede más que concluir en una muerte que, aunque no anunciada, por no tener fecha, sabemos que acabará llegando tarde o temprano. En ese inevitable e irreversible tránsito de la vida a la muerte la metaestabilidad se manifiesta de manera cruel, poniendo fin a lo que con tanto esmero habíamos pretendido preservar.

Basta observar el entorno para darnos cuenta de que casi todo lo que nos rodea está sometido al mismo principio.

En la montaña rusa el tren transita suave y establemente a gran altura para después entrar en fases mucho más rápidas y pronunciadas, de caída casi libre, para deleite de sus pasajeros.

El avión, que atraviesa el océano en una trayectoria estable, transita a un régimen distinto para aterrizar, lo mismo que el hielo, que en un entorno frío podría perdurar en su estado sólido eternamente, pero que se derrite rápidamente envuelto por el calor.

Esas transiciones no son fáciles de predecir aunque se producen, con frecuencia, por la acumulación, durante un largo periodo de tiempo, de pequeños efectos, en apariencia secundarios y casi siempre ignorados.

Aquella niña que supo interpretar que la bajada súbita y extrema de la marea en una playa del Índico era el anuncio de la inminente llegada de un tsunami, fue una de las pocas en escapar viva, mientras los demás recolectaban caracolas nunca vistas en el amplio espacio de arena que el mar, sorbido por la ola gigante, había dejado a la vista.

El mundo actual aumenta en complejidad, es cada vez más difícil explicar su comportamiento con estas simples nociones y los humanos nos mostramos lentos y perezosos para responder incluso ante lo obvio.

El cambio climático, puesto de manifiesto ya décadas atrás, ha supuesto un innegable cambio de época para la humanidad. Pero, a pesar de ello, nos cuesta modificar nuestros patrones de comportamiento.

La precaria pero bienvenida estabilidad geopolítica que el mundo parecía haber alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial se ha ido poco a poco diluyendo desde la caída del Muro de Berlín y hoy son muchas los conflictos latentes que se enconan. Ni siquiera Europa está libre de tensiones que aún no sabemos cuándo se relajarán y cómo acabarán cicatrizando.

Euskadi vive también un periodo de estabilidad, pero lo hace atenta a la evolución de múltiples indicadores internos y periféricos, empujada como una pluma por el viento de la globalización.

Una economía que en apariencia mejora, una industria que parcialmente se reactiva, es compatible con una paulatina pérdida y envejecimiento de la población. Los movimientos migratorios, hacia dentro y fuera, hacen que los contornos sociológicos de la sociedad vasca se diluyan de cara a un futuro incierto. La situación del euskera, cada vez más estudiado, pero no por ello más utilizado, el esfuerzo inversor en educación e investigación que no acaba de dar los resultados deseados o el retraso en la habilitación de algunas de las infraestructuras de transporte básicas, son compatibles con los indicadores de una región europea con un buen sistema de salud y un nivel de vida y de seguridad altos, en un entorno natural envidiable.

Es pronto aún para saber si transitamos por un camino estable y duradero, o por una rampa que pronto nos conducirá a otro estadio de estabilidad de naturaleza diferente. Es difícil valorar si mejoramos o si, por el contrario, perdemos velocidad y momento lentamente. Ni siquiera podemos excluir estar acercándonos a una nueva zona de turbulencias.

Vivimos, eso sí, un momento de consensos más amplios, aunque aún insuficientes, indispensables para un viaje colectivo, cuyo destino aún no sabemos ni identificar ni bautizar.

Como a las gaviotas, es la resistencia del aire la que nos sustenta y nos permite avanzar.

Una cosa es segura, como explica Bernardo Atxaga en su artículo Nire lehen hizkuntza / Mi primera lengua, más acertado en sus apreciaciones, si cabe, cuanto más pasa el tiempo: el euskaldun deberá seguir avanzando en un aire lleno de tópicos, permanentemente invitado a expresarse en otra lengua.

* Matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid