EN los verdes y cuidados campos del cementerio del Chelsea Royal Hospital, al sur de Londres, el espíritu de Margaret Thatcher, fallecida en abril de 2013, parece reencarnarse. Fue ella la primera que atrajo el voto de las clases populares a su partido, considerado hasta entonces como el de los ricos, los terratenientes y, en general, de todos aquellos que articulan sus palabras sin mover el labio superior. Ahora, un hombre de 55 años, cabeza despeinada, nacido en Nueva York, educado en Oxford, y periodista favorito de la Dama de Hierro en el prestigioso diario Times, de donde fue despedido por inventarse una cita, repite la hazaña.

El pasado día 12, a medida que avanzaba la mañana, el color azul de los conservadores se imponía en el mapa electoral de Inglaterra y País de Gales. Poco después de las diez de la noche, hora del cierre de las urnas, no cabía un resquicio de duda: la victoria de los conservadores era total. Las ciudades industriales inglesas del norte y de los Midlands (centro), llamadas en otros tiempos "los cinturones rojos ", se pasaban al secular enemigo, el Partido Conservador, dándole sus votos. Las clases media y obrera del país decidieron hacer un corte de mangas al laborismo de Corbyn y a sus promesas de nacionalizar los servicios públicos.

Thatcher sedujo al electorado con su " capitalismo popular", una cruzada que convirtió a millones de británicos en dueños de sus viviendas, antes propiedad del Estado. Son las mismas que salpican esos barrios poblados en hileras con pequeños huertos arañados al cemento, tapizadas de moquetas de dudoso color y que "colmenizan" la visión de muchas ciudades.

Johnson ha atraído a los votantes con una doble promesa: controlar la inmigración y poner a la Unión Europea en su sitio. La entrada en la primera década de los años 2000 de cientos de miles de ciudadanos polacos, bálticos, húngaros y, más tarde, rumanos y búlgaros, todos ellos pertenecientes a la Unión Europea, ha exacerbado el racismo de aquellos que se quejan de la pérdida de sus trabajos porque sus nuevos vecinos están dispuestos a hacerlos por la mitad del salario de un británico. Para buena parte de esta ciudadanía, las autoridades europeas de Bruselas no son más que "una pandilla de señoritos que viven despegados de las realidades más acuciantes de la calle", como denuncian constantemente Nigel Farage, cabeza del Partido del Brexit, y los medios de comunicación más populares del país, verdadero azote de la Unión Europea.

Hay, sin embargo, una diferencia sustancial entre Boris Johnson y Margaret Thatcher. La primera disfrutaba de un país unido. Inglaterra, País de Gales, Irlanda del Norte, y hasta Escocia, aunque menos, se dejaban arrastrar por su liderazgo. Johnson sabe que no lo tiene. La desconfianza de Escocia y de Irlanda del Norte hacia el primer ministro es notable y es sintomático que sus primeras palabras tras su victoria fueron para pedir la unidad del Reino Unido. No lo tendrá fácil.

Si el éxito de los conservadores en Inglaterra ha sido notable, no lo ha sido menos la aplastante victoria de los independentistas escoceses del SNP (Scottish National Party). De los 59 escaños en juego, los nacionalistas han conseguido 48, dejando a los conservadores con tan solo 6 escaños, 4 a los liberal-demócratas y con 1 a los laboristas. Su líder, Nicola Sturgeon, ha perfilado una organización interclasista fuertemente enraizada en su territorio. Sus discrepancias con Boris Johnson no pueden ser más acusadas: modelo económico, permanencia en la UE, inmigración y vertebración territorial. Sturgeon no ha dudado en pedir un nuevo referéndum para decidir la independencia de Escocia. Johnson, de momento, se opone.

Si Escocia supone un dolor de cabeza, la situación de Irlanda del Norte puede llegar a tensar la cuerda con Londres hasta su máximo extremo. Los votos favorables a la alianza con la República de Irlanda aumentan en cada elección y están a punto de superar a los de aquellos que prefieren la unión con el Reino Unido.

El DUP (Democratic Unionist Party), partido del establishment protestante norirlandés, con fuertes vinculaciones históricas al conservadurismo de Westminster, pierde fuelle y ve con gran recelo su futuro político. Ahora han perdido dos escaños y ya no son la tabla de salvación del partido de Johnson como fueron antes con Theresa May. El previsible desapego de Londres puede iniciar una mecha de violencia con aires de pasado que nadie o muy pocos desean.

Es normal que los náufragos de las tormentas culpen al capitán del barco que se acaba de hundir. A 300 millas de Londres, dirección oeste, en la ciudad universitaria de Exeter, la bandera laborista ondea pese a estar rodeada de una enorme campiña conservadora de color azul. Lo lleva haciendo más de dos décadas; un milagro si se considera que es la segunda ciudad de Devon, uno de los condados más rurales y conservadores de la Inglaterra profunda. Ben Bradshaw, cuyo físico se asemeja a los personajes de las películas de Ken Loach, es el único resistente a las huestes de Johnson. Su victoria no ha endulzado la amargura del descalabro de su partido. "Jeremy Corbyn se tiene que ir", ha dicho expresando lo que muchos de sus compañeros de partido no se han atrevido a decir todavía. El hasta ahora líder laborista ha ofrecido su dimisión, pero no ha dicho nada del cáliz envenenado que le obligaron a tragar sus compañeros. Corbyn no estaba a favor de convocar un segundo referéndum sobre el Brexit, pero finalmente cedió. La aceptación de este segundo referéndum propició una notable fuga de votos.

Los laboristas parecen no haber encontrado su sitio en los últimos años tras la salida de aquel dueto que formaron Tony Blair y Gordon Brown, siempre bien avenidos con las grandes empresas y las élites del país; el primero se envolvía con palabras y carisma; Brown, más hosco, cuadraba las cuentas, pero el partido parecía funcionar. La llamada "tercera vía del laborismo" no fue más que una excursión en busca de los votos de una sociedad hostil a la palabra "socialismo". Los recuperaron tras los años de Margaret Thatcher y John Major. Pero visto el pésimo resultado alcanzado, las dos caras del histórico laborismo británico tienen ahora mucho trabajo por hacer.

Tampoco es tiempo de descanso para Johnson y los suyos. Este ha asegurado que el Reino Unido estará totalmente separado de la Unión Europea para enero del 2021, una fecha que parece bastante apresurada para las arenas movedizas que suponen el Brexit. Y, como afirman algunos analistas, todavía es posible un Brexit sin acuerdo si no se logra cerrar una entente comercial en las próximas semanas. La cuenta atrás ha comenzado con Johnson al mando.* Periodista