EL 19 de septiembre de 1946, Winston Churchill, un año después de haber sido derrotado en las elecciones de 1945, impartió una conferencia en la universidad de Zúrich en la que avisaba de la posibilidad de que se repitiera la barbarie de la guerra si Europa no se unía. En aquel discurso puso en valor la idea de una Unión paneuropea propuesta por Aristide Briand en el periodo de entreguerras. Ante la atónita mirada de los universitarios presentes, sugirió que el primer paso en la creación de los Estados Unidos de Europa debía ser la asociación entre Francia y Alemania. Debería crearse un Consejo de Europa que iniciase el camino de la integración con los Estados que estuviesen dispuestos a ello, sin esperar a los demás. Estas ideas fueron recibidas con entusiasmo por el público asistente. Aquella era una poderosa visión de futuro. Sin embargo, algunos observadores cayeron en la cuenta de que Churchill no incluía al Imperio Británico en aquella Europa unida. En realidad, Churchill concebía Europa como otra región natural, al estilo de la Commonwealth, Estados Unidos o la Rusia soviética.

El 9 de octubre de 1948, cinco meses exactos después del enorme éxito del Congreso de Europa, celebrado en La Haya, Churchill desarrolló su visión del futuro del Reino Unido en un mitin del Partido Conservador celebrado en Llandudno. Para este estadista, el Reino Unido era el eje entre tres amplios círculos de los países democráticos: la Commonwealth, el mundo de habla inglesa incluyendo Canadá y los Estados Unidos, y una Europa unida. Era la misión del Reino Unido mantener la unidad y cohesión entre estos tres círculos. Lo cual, evidentemente, alejaba a Gran Bretaña de la unificación europea.

Puede decirse que los gobiernos británicos han observado el proceso siempre desde la distancia. En realidad, todos los países europeos, incluida Francia, estuvieron esperando durante varios años a que el gobierno británico liderase la unificación europea, por entender que debía ser la mayor potencia europea quien lo hiciese. También los propios Estados Unidos lo esperaban. Solo cuando fue obvio que no lo harían, Francia asumió la iniciativa, animada por Washington, que dijo que apoyarían el proceso europeo tanto si contaba con los británicos como si no.

Cuando Robert Schuman, ministro francés de Asuntos Exteriores, propuso la creación de la primera Comunidad Europea, el 9 de mayo de 1950, la respuesta británica fue muy tibia. Durante el año entero de negociaciones del tratado, los británicos no dejaron de influir en las conversaciones y lograron incluso que en el mismo no apareciese la expresión "federación europea" que mencionó Schuman en su propuesta. Finalmente, el Reino Unido no firmó el tratado de la Comunidad del Carbón y del Acero, pero la expresión no volvió a ser introducida en el tratado de 1951 y fue sustituida por otra que habla de la necesidad de unir cada vez de forma más estrecha a los pueblos de Europa; lo que, obviamente, no es lo mismo que una federación.

Las maniobras dilatorias y el boicoteo de la integración alcanzaron probablemente su máxima intensidad en 1960, cuando el Reino Unido impulsó la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés), un proceso de integración alternativo al de las Comunidades Europeas, junto con Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Suecia y Suiza. Se trataba de una organización que trataba de fomentar el libre comercio y la cooperación económica en Europa. No había ningún elemento político o de valores compartidos en el documento. De hecho, admitieron incluso a Portugal, que entonces era una dictadura, en contraste con la posición de la Comunidad Europea (CE).

La creación de la EFTA puede muy bien considerarse el intento más claro del Gobierno británico de intentar detener o evitar la integración política europea. Fueron unos años tensos, de graves desencuentros entre Londres y los miembros de la Comunidad Europea. Sin embargo, para sorpresa de todo el mundo, por diversas razones, sobre todo de naturaleza económica y geopolítica, el Reino Unido solicitó su admisión en la CE. Pero el general Charles De Gaulle, que no consideraba al Reino Unido un socio leal, vetó las solicitudes de Harold Macmillan y de Harold Wilson y los británicos solo fueron admitidos cuando De Gaulle dejó el poder, y de la mano del primer ministro británico más europeísta de su historia, Edward Heath. Una amplia mayoría del pueblo británico apoyó la integración de su país en Europa. Sin embargo, con todo, el día de la entrada del Reino Unido en la CE, el 1 de enero de 1973, el titular de la edición de Manchester de The Guardian fue revelador: "Ya estamos dentro, pero sin fuegos artificiales".

Desde ese momento, el Reino Unido ha realizado todo tipo de maniobras y decisiones para tratar de avanzar en los asuntos comerciales pero detener o revertir cualquier avance en materia política. Nunca han compartido ni apoyado la unificación política del continente. Sus líderes han desprestigiado sistemáticamente a la Unión Europea. Cualquier ventaja o beneficio de la integración se debía a la inteligencia y habilidad británicas mientras que cualquier coste o sacrificio se debía siempre a la ineptitud o perfidia de la burocracia de Bruselas. Después de cuarenta y cinco años de distorsionar la realidad y mentir no puede extrañar que una mayoría del pueblo inglés haya votado que quiere abandonar la Unión.

Los líderes británicos han mentido, sí, y durante la campaña del referéndum del Brexit más que nunca, pero también es cierto que la parte europeísta ha cometido graves fallos. No se han contado correctamente ni de forma suficiente las innegables ventajas de la integración en multitud de ámbitos, ni se han refutado con contundencia las mentiras difundidas. Se ha permitido al Reino Unido construir una participación a la carta dentro de la Unión que constituye un agravio al resto de socios, así como un modelo de tal complejidad que es ingobernable.

Por último, en una negociación de última hora antes de la votación, para tratar de impedir la salida del Reino Unido de la UE, los gobiernos europeos llegaron a aceptar que, si optaban por la permanencia, el Reino Unido quedaba liberado del compromiso con el objetivo central de la Unión: la creación de una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa. ¿Cómo se puede liberar a alguien del propósito central de una organización?

Si finalmente se produce la salida del Reino Unido, lo que increíblemente aún está por ver, el siguiente momento importante será la negociación sobre la futura relación entre la Unión y el Reino Unido. Pero la clave de esta negociación no está tanto en el Reino Unido, sino en la propia Unión Europea. La UE debe avanzar en la definición del modelo de integración que queremos y fortalecer la integración en sus aspectos más políticos, porque sólo podremos saber cómo relacionarnos con otros cuando aclaremos entre nosotros lo que queremos hacer juntos.

En cuanto al Reino Unido, una vez pasen las inevitables turbulencias del proceso de salida, seguramente mantendrá una posición no muy diferente a la actual. Hasta ahora, los británicos estaban dentro, pero sin estarlo del todo. A partir de ahora estarán fuera, pero sin estarlo del todo, pues probablemente estarán dentro del mercado interior. La diferencia fundamental es que no podrán votar, ni vetar, los acuerdos del resto de los 27 estados que han reafirmado su voluntad de seguir unidos.* Profesor de Relaciones Internacionales (UPV/EHU)