UN día de cada semana, al menos, acudo a un bar de Bilbao y me tomo una cerveza mientras observo las idas y venidas de sus clientes. En mi pueblo, igualmente, acudo a un lugar en el que la hospitalidad y camaradería de quien lo regenta son ejemplo de humanidad. Y aún acudo a otros templos con la misma actitud e inquietud y con el firme empeño de armar mi conciencia frente a tanto vasco nativo como anda por ahí que generaliza su opinión para descalificar a todos los inmigrantes que viven entre nosotros. Eso sí, se descalifica a los inmigrantes humildes, a los pobres, a los que se tacha de ladrones, de defraudadores, de esquilmar las ayudas públicas y de timadores profesionales. A otro tipo de inmigrantes, a los que vienen a dirigir empresas, a quienes acuden a practicar deportes y son compensados con fichas multimillonarias, o incluso a quienes regentan redes comerciales poderosas cuyos artículos de venta son de dudosa procedencia, a esos apenas se les cuestiona porque los capitales que ganan, o perciben, son suficientemente holgados como para que nosotros, los suficientes y satisfechos nativos, no los percibamos como peligros, como amenazas.

La inmigración se ha convertido en una de las inquietudes más importantes, no tanto porque encierre peligros concretos, sino porque la percepción que tiene una parte importante de los nativos, de los lugareños, es parcial, es egoísta y es, por las mismas razones, inhumana. Bien creo que este artículo no puede, ni debe, empezar y acabar con esta entrega. Hagamos historia, vistámonos de cordura y de humanidad. Revisemos nuestras vidas. Analicemos nuestras vivencias.

Cuando yo era un niño -un niño vasco que podía hacer gala de un ramillete lleno de apellidos vascos, es decir “de aquí”-, a un costado de la casa en que yo vivía fueron edificados varios bloques de viviendas. Allí donde solo había caseríos de paredes de piedra (por cierto, algunas de ellas conservaban señales de los bombardeos de la Guerra Civil del 36), fueron construidos dos bloques de viviendas, de cuatro alturas, sin ascensor, de fachadas humildes como sus precios, porque por entonces aún no se había desatado la codicia. Pues bien, llegó a vivir hasta allí un hombre procedente del sur, honrado y trabajador, humilde, andaluz que ceceaba al saludar pero siempre saludaba, probablemente poco ilustrado, que había venido hasta aquí alertado por las voces del esplendor, del desarrollo y de la riqueza. “El andaluz” se movía en una bicicleta rudimentaria en cuya barra superior había improvisado unas pinzas para sujetar los útiles de labranza (una azada y un caco) que siempre le acompañaban a todos los sitios. Iba a una u otra huerta en las que trabajaba de sol a sol, por poco dinero, para alimentar y criar a sus hijos, al lado de una mujer igualmente humilde a la que amaba, entre otras cosas porque la escasez y la pobreza precisan del amor para que la esperanza de conseguir una vida algo mejor no se convierta en desesperación. Tenía nombre, Juan, pero durante mucho tiempo fue, solamente, “el andaluz”. Gracias también a él hoy somos lo que somos los vascos.

Un poco más en el centro del pueblo, en una vivienda humilde, vivía (y aún vive) Kapi, un hombre también del sur, de Zahinos, en la Extremadura profunda que constituyó un foco de humildad y pobreza, tan cerca y tan integrada en Las Hurdes, donde se ambientaron películas que no dudaron en ridiculizar a los pobres no tanto para concienciar a los ricos como para aprovechar la única fuente de prosperidad (¿prosperidad?) que podía suministrar la miseria a los satisfechos. Kapi vivía con su madre hasta que ella murió. Comía y trabajaba. Trabajaba y bebía. Aún está aquí, siempre sonriente y optimista. No necesita otra cosa que sentirse feliz. Ni libros ni periódicos, ¿para qué, qué podría hacer con ellos? Se amancebó y fracasó? y ahora vive digna y dulcemente casado con una mujer íntegra, igualmente inmigrante como él aunque llegada desde el otro lado del Atlántico. Y son felices amándose desde los respectivos olvidos de sus lugares de origen, de los parajes en que jugaron en su niñez.

Más cerca en el tiempo, han empezado a ser otros los llegados. Ahora que no vienen con un contrato de trabajo -o de explotación- en la mano, sino que vienen huyendo de la miseria, la violencia y las guerras. “Negro” siempre está en el mismo sitio, en un bar casi diminuto de una calle céntrica de Bilbao. Le llaman así, “Negro”, ni siquiera le ponen un “el” por delante, quizás porque de él lo que más importa es el color de la piel, pero es un hombre servicial, simpático, capaz de manejar las redes con un teléfono casi diminuto y cochambroso, aunque también lo es de manejar un ordenador, que no posee. “Negro” hace recados a cambio de un vaso de algo, recoge las mesas y entretiene a la clientela del bar, casi toda de origen sudamericano, centroamericano o africano. Como corresponde a la educación que ha recibido, se trata de alguien que da la bienvenida y se despide con un apretón de manos y una sonrisa pero, de vez en cuando, con la mirada humilde que emana de sus ojos, siempre suplicantes, demanda que le pagues una cerveza, una tras otra, que le llevan al atardecer demasiado cansado. Quiere trabajar, pero su oficio no pasa de ser servicial, eso sí, gratuitamente. “Negro” es negro, pero no es “El Negro”. Si llegara a serlo, yo le escribiría como “El negro?”, eso sí, con su nombre sobre los puntos suspensivos.

Un poco más allá, claro está que según la dirección que lleves, hay dos cafeterías regentadas por una familia de hermanos de nacionalidad turca. Se han acomodado al espacio y al tiempo de modo que sus cafeterías siguen siendo lugar de cita o encuentro en plena Plaza de Zabalburu. Inmigrantes también, pero ya integrados en plenitud porque la suerte les ha acomodado y les ha convertido en humildes aspirantes a “ricos”, lo cual no es nada malo si tal condición (la de ricos) no les hace desalmados. Y mis amigos turcos no lo son.

La historia no termina aquí. Justamente empieza, porque la tragedia que afecta y hace sufrir a tantos inmigrantes como viven a nuestro lado no se define solo en que deban abandonar sus casas, sus tierras de origen, sus amigos de juventud, sus familias, sus recuerdos o los caminos y parajes en los que pasaron su niñez y juventud, sino que la definen, sobre todo, los rigores con que emprenden sus nuevas vidas, la escasez y la pobreza que les acompañan allí a donde van, incluso los recuerdos de la niñez que quedan atrás como un placer conocido pero ya irrecuperable.

Hablar de inmigración, si se hace con el alma y la conciencia presentes, requiere vestir con el traje de la misericordia y la nostalgia. Dejo para otro momento el comentario del trato que nuestras instituciones y partidos políticos están dando al asunto más espinoso de cuantos nos acechan. Inmigración y pobreza van de la mano. También hay algunos inmigrantes ricos, pero a esos no les llamamos “inmigrantes”, son más bien turistas permanentes. Suelen comportarse como invasores, pero ni siquiera de eso llegamos a darnos cuenta, aunque también los hay muy decentes.