EL espectáculo de la Barcelona incendiada, claridad rojiza cuando la ciudad intenta dormir indefensa bajo la noche, no es ni nuevo ni casual. Rosa de Foc (Rosa de Fuego) es el nombre que recibió la capital de Catalunya durante la Semana Trágica de 1909, cuando comandos anarquistas se dedicaron a incendiar la ciudad y muy especialmente iglesias y conventos. Desde tiempo atrás, la lucha obrera reivindicativa y caótica había llevado a Friedrich Engels, el inseparable amigo de Karl Marx, coautor de la teoría marxista, a escribir que: “Barcelona, ese centro fabril, tiene en su haber más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”. La historia se repitió durante la Guerra Civil y en esa ocasión fueron la Generalitat y los comunistas quienes mal que bien aseguraron algo parecido al orden público para los propios republicanos; los quintacolumnistas, religiosos y adinerados, fueron en gran número pasados por las armas.

Las barricadas incendiarias suponen una línea roja de maldad jubilosa. De un lado, la policía y los bomberos. Del otro, los manifestantes, miles de jóvenes de diversas procedencias compartiendo un pensamiento entontecedor que anhela el vino fuerte y la música alocada de la revolución. Un poco más lejos, gente compasiva que admite la violencia de las “buenas causas”. De aquí para allá, turistas y curiosos que quieren ver en directo lo que las televisiones han convertido en un espectáculo de luz y sonido de gran audiencia.

Durante varios días, el president Torra ha sido incapaz de condenar a los que estaban poniendo la ciudad patas arriba. Resultó tremendo y me recuerda la reflexión de Hannah Arendt sobre la actitud de los pusilánimes ante la violencia: “Si no respondes adecuadamente cuando los tiempos te lo exigen, muestras una falta de atención que es tan peligrosa como cometer el abuso deliberadamente”. Torra es de esa clase de políticos que gustan de colocar la meta a gran distancia, en un más allá al que no hay forma de acceder por el momento y que es preciso ganarse con muchos esfuerzos y sumisiones. La dirección se convierte gradualmente en lo más importante. Cuando más lejana sea la meta, mayor será su posibilidad de perdurar. Y, de repente, anuncia ante el estupor de casi todos que el próximo año convocará otro referéndum. Un nuevo canto de sirena que transforma el poder en un fin en sí mismo, en un perpetuarse para nada, pues su base parlamentaria es cada vez menos consistente y su base electoral cotiza a la baja. Mejor elecciones de una vez por todas.

Lo excepcional, normal Si se busca con suficiente ahínco, casi cualquier comportamiento humano resulta sospechoso. El Tribunal Supremo ha necesitado quinientas páginas de búsqueda para concluir que nueve de los presos catalanes eran sediciosos. No estoy entre quienes al leer el fallo de la sentencia exclamaron un ¡uff! de alivio. El empaste judicial no es justicia, es política expresada con maneras judiciales. Ahora resulta que la sedición es una rebelión de baja intensidad. La rebelión es otra cosa, pues atenta contra el orden constitucional, y la sedición, delito contra el orden público, solamente es subsidiaria de aquella cuando se dé un alzamiento público y tumultuario para impedir la aplicación de las leyes por la fuerza o fuera de las vías legales. El Tribunal Supremo ha entendido que con la aprobación por el Parlament de las leyes de Transitoriedad y la convocatoria unilateral del referéndum para la independencia, se materializó un delito de sedición. De tal manera, deja abierta una puerta que conduce a una habitación oscura donde pronunciamientos o manifestaciones tumultuarias sin relación con la integridad territorial del Estado o el orden constitucional pueden ser calificadas como sediciosas. Pongo como ejemplo retrospectivo las protestas contra la guerra de Irak, en las que multitudes se manifestaban en ocasiones violentamente contra una decisión legalmente tomada. Lo peligroso es la fuerza expansiva de los delitos excepcionales, que pueden acabar convirtiendo lo excepcional en normal y lo normal en excepcional. La indiscutible ventaja que para la sociedad tiene la intervención judicial es que puede determinar la culpabilidad individual en delitos que, si no, podrían ser atribuidos a un grupo entero, cuando nada desencadena más violencia que la percepción de la culpabilidad colectiva. Me temo que con la sentencia del Tribunal Supremo esa percepción de culpabilidad colectiva se hace carne para un gran número de catalanes que se sienten condenados junto con sus líderes, quienes por otro lado están demostrando ser nueces demasiado duras de partir.

La violencia de los últimos días está en descenso. Los independentistas no violentos han salido a la calle para que todos seamos testigos de su compromiso democrático y para diferenciarse de los antisistema. Pero lo que los griegos clásicos llamaban “xenia” y los catalanes actuales “seny”, esa respetuosa amistad entre huésped y anfitrión, está hecha trizas. Y poco ayudará a recomponerla la actitud de los cuatro partidos más fervorosamente unionistas que compiten entre sí por ver quién es mejor vistiendo de seda la mona de la unidad de España. Preocupante asunto por ser España tan heterogénea como fisible. La historia nos enseña que cuando se cuestiona la unidad nacional el debate político se convierte en una excusa para reclamar un partido fuerte o un líder salvador. Catalunya lo vivió en sus propias carnes con el primer rey Borbón, Felipe V. Un gran número de catalanes supervivientes al 11 de septiembre de 1714 fueron vendidos como esclavos y sus estandartes de Cataluña quemados en el mercado público por el verdugo común (El Mediterráneo, John Julius Norwich).

Los médicos llaman hiperosmia a los afectados por receptores olfativos amplificados. No me han diagnosticado tal afección, pero cada vez huelo más en el aire y, lo que es peor, oigo y leo en medios de comunicación llamadas sin complejos al autoritarismo y la excepcionalidad, solicitando incluso la detención “preventiva” de Torra. Lo diré sin tapujos: la misma detención preventiva puesta en práctica contra los disidentes en la Alemania nazi, la Italia fascista y la España de Franco.

Quienes se empeñan en la acción directa practican la salida de los cobardes pues renuncian a la democracia por su aparente dificultad. Es un retroceso a lo más rancio con pleno conocimiento de causa y en contra de todo sentido común. A pesar de que pretendieran convertir a Barcelona en la Rosa de Fuego, la democracia sigue siendo el método y la solución pues, como dijo Tocqueville, “en una democracia se declaran más incendios, pero también son más los que se apagan”.* Abogado