HOY todo son “mejoras”. ”Avances” para hacernos más fáciles lo cotidiano. Cocinas y hornos inteligentes. Robots de cocina que preparan la comida. Barredoras automáticas que recogen el polvo. Coches que aparcan solos. Tendemos a lo impersonal. Colores y formas neutras. Hasta han inventado, para que nos relajemos, el ruido del silencio. Acojonante.

En las casas de antes siempre encontrábamos una imaginería común, fruto de la educación y las costumbres en boga. En la mía -en la de mis padres-, había un cuadro de La última cena en relieve colgado en el comedor. También, justo a la entrada del piso, daba la bienvenida a la estancia una imagen del Sagrado corazón en alpaca. Y es que, sin que mis progenitores fueran unos comecirios ortodoxos, lo católico lo impregnaba casi todo. Al menos en el plano formal.

Era la cultura común de la gente corriente. Por eso, en la comunidad de nuestro portal, cada equis tiempo se repartía una caja con la imagen de la Virgen del Carmen que cada vecino debía guardar-venerar durante unos días. El estuche, a modo tríptico que se abría mediante dos portezuelas laterales, contenía una pequeña figura representativa de la Virgen María protegida por un cristal a cuyos pies se hallaba una ranura a modo de hucha en la que cada familia hacía sus aportaciones dinerarias. La verdad es que no recuerdo haber echado allí ni una peseta, si bien aquella representación nos acompañaba aproximadamente una semana entera, tiempo tras el que se pasaba el testigo a otro vecino.

Creencias a un lado, y fuera del ámbito de influencia de la iglesia, otra de las cosas comunes que había en la mayoría de los hogares que yo conocí y que marcaba carácter era una máquina de coser. En la nuestra era un antiquísimo aparato de la marca Singer. El estilizado artefacto se encastraba en un armario que quedaba perfectamente cerrado escondiendo en su interior el mecanismo. De cuando en vez, Mari Tere, mi madre, se afanaba en repasar cremalleras o dobladillos y recuerdo perfectamente el sonido de aquel artilugio en el que un pedal, mediante poleas, hacía que la enhebrada aguja subiera y bajara.

La costura, o simplemente coser, estaba al orden del día de cualquier familia. Ante la escasez de recursos, bueno era valerse por uno mismo. De ahí la destreza de las mujeres del país, quienes debían afrontar en exclusiva la labor heroica de sacar adelante a las respectivas proles y al conjunto del núcleo convivencial. Una titánica labor que incluía repasar pantalones o ajustar blusas. Mi memoria más remota me lleva a la casa de mis abuelos -en la calle de la estación-, donde a las tardes mi abuela y mis tías acompañaban a varias vecinas en las “tareas de coser”. Pero en esta especialidad, el cuadro de honor se lo llevaba la tía Merche, una auténtica profesional de la aguja e hilo. Ella nos confeccionaba buena parte de la ropa que vestíamos. Una auténtica experta del costurero. Hoy, eso de coser no se estila. Se prodiga la ropa de usar y tirar, la vestimenta de marca, el armario saturado de prendas que serán utilizadas en raras ocasiones.

En las casas de antaño había muchas más cosas que, de una manera u otra, compartimos sociológicamente. Desde los mantelitos de ganchillo a los supuestos tapices con escenas de caza (perros, ciervos, etc.). Suelos de sintasol, muebles de cocina de formica, la vajilla de duralex, los enormes aparatos de radio de válvulas... Sí, ya sé, tiempos viejunos en los que se comía con vino y gaseosa (también los más jóvenes) y en los que se besaba el pan cada vez que un trozo de este caía al suelo.

Antes, suspirábamos por cumplir 18 años para sacarnos el carné de conducir y comprar un coche de segunda mano. El vehículo nos ofrecía autonomía, movilidad, capacidad de transporte. Ahora, los jóvenes no quieren saber nada del coche (salvo en las vacaciones o en largos viajes). El transporte público les acerca a la metrópoli y allí, los nuevos modos de movilidad (bicicleta, patinetes...) les llevan puerta a puerta hasta donde quieran desplazarse. Sin necesidad del engorro de encontrar aparcamiento. Es un cambio brutal en nuestra forma de relacionarnos. Y en la nueva arquitectura que deberemos construir en nuestras ciudades.

Todo aquello que formó parte de nuestro día a día se extinguió como los dinosaurios tras el impacto de un asteroide. La vida hoy es completamente diferente a la que conocimos. ¿Mejor, peor? Cada cual tiene su experiencia. Simplemente distinta. Y lo será mañana en relación a hoy.

Todo este rollo me ha surgido de una inquietud peregrina. He querido saber qué santos corresponden con el próximo día 10 de noviembre. Y no he encontrado en mi entorno quien me haya sabido dar respuesta positiva. Antaño, en nuestras casas siempre había un calendario bien visible en el que se apreciaban los ciclos lunares, el santoral y la efeméride correspondiente. Ahora, ni almanaque, ni tabla de mareas, ni agenda, ni nada. Si quieres ponerte al día le hablas a un aparato, se lo pides a Siri o lo buscas en Internet.

Es lo que al final he tenido que hacer para descubrir que el día 10 de noviembre no se conmemora ningún santo conocido (San Andrés Avelino, San León Magno papa, San Baudolino de Alessandria, San Demetrio de Antioquía, San Justo de Canterbury, San Orestes de Tiana y San Probo de Ravena). Obispos, ascetas, mártires y eremitas de la antigüedad. Ninguno reconocible al que nos podamos encomendar. Ni tan siquiera San Apapucio, tan mencionado por el populacho en las lamentaciones colectivas.

Así que nos veremos obligados a recabar la protección del pueblo soberano. Ese al que una cuadrilla de insensatos que se llaman dirigentes políticos ha convocado en las urnas ese domingo de noviembre.

Después del lamentable espectáculo de incompetencia que han protagonizado, viene ahora el tiempo del reparto de culpas. Y la cofradía del santo reproche, que diría Sabina, pasa el tiempo de refriega en refriega, con el “tú más” como único argumento.

La actitud de unos y otros les vuelve a desacreditar, pues lejos de reconocer los errores cometidos para intentar evitarlos en el futuro se siguen cavando trincheras cada vez más profundas en lugar de buscar un punto y aparte en el que desarmar la desconfianza y buscar una aproximación de posiciones que pueda iluminar, en un futuro, la esperanza de un acuerdo. Pero no. Con los actuales protagonistas, la política del apaciguamiento no parece tener valor.

La escena ya aburre y aún más: encrespa. Por ello había decidido no volverles a dedicar una línea pues solo se merecen como respuesta la indiferencia. La gente es lo suficientemente inteligente para distinguir qué ha hecho cada cual y qué porción del debe en la cuenta de resultados de este fracaso le corresponde asumir. Ruboriza, por desfachatez, quien juega al “pío-pío que yo no he sido” y acusa a los demás de haber provocado la repetición electoral. Hay que tener la cara muy dura para, como Idoia Mendia, acusar a los demás de haberse puesto “de perfil”, “no haciendo nada” para que el “gobierno progresista” prosperase en el Estado. Además de intentar, como sea, salir en la foto de las relaciones entre Sánchez y el PNV, ¿qué más ha hecho en este tiempo Mendia por alcanzar un acuerdo de investidura en Madrid? Me limitaré a decir que ha hecho sombra cuando ha salido el sol. Nada más.

Si esas son sus credenciales para convencer a los electores de la necesidad de su voto, que insistan los socialistas en tal mensaje pues quien insulta a la inteligencia de la gente encontrará de ella lo que se merece.

El hastío provocado corre el riesgo de desalentar a una parte de la ciudadanía, que puede optar por no votar el próximo 10-N. Pero quien piense en borrarse del mapa errará en su diagnóstico. La desafección debe dirigirse a los políticos, no a la política. La política es la intervención de todos para transformar la realidad. Favorecer los cambios necesarios para mejorar la calidad de vida.

El voto está para eso y para evitar que quienes fomenten el bloqueo, quienes no ven más allá de sus intereses desatendiendo el bien común, pierdan la confianza que tenían. Votar debe significar hacer, construir, mejorar, cambiar, transformar, acordar. Sí, votar debe significar querer. Y de querer, queremos. Ya tenemos santo para el 10 de noviembre: San Queremos.