PERO el término “patria” todavía se esquiva en el discurso político español, aunque cada vez menos pues, habiendo ya partidos con representación parlamentaria que se proclaman orgullosos defensores de una Patria, con P mayúscula, sin complejos, los demás, poco a poco, se van deslizando en el resbaladizo plano de la semántica.

Son diversas las razones para haber huido tradicionalmente de ese término.

Hasta ahora era una palabra propia de los nacionalismos periféricos, evitada en los ámbitos más progresistas pues, consciente o inconscientemente, venía asociada al simbolismo del viejo régimen. Ahora se habla ya de patriotismo, con naturalidad, pero con la apostilla de constitucional, para distinguirlo del que podría tener la sospecha de ser pre o posconstitucional.

Se trata, además, de un concepto ambiguo pues puede referirse a la tierra natal o adoptiva, a la que se puede estar vinculado de muy diversas maneras, por lazos familiares, afectivos o culturales, sin que eso presuponga una realidad geopolítica.

Por todo ello, en la más reciente cultura política española, al patriotismo se le ha venido denominando “sentido de estado”, un concepto mucho más preciso, pues presupone lealtad y compromiso hacia el estado, en su integridad, incluyendo su orden legal y constitucional, sus fronteras y sus estructuras de poder.

El sentido de estado se considera loable, en la medida en que es prueba de lealtad a un bien común, superior, mientras que el patriotismo puede resultar sospechoso, por su asimilación con los movimientos separatistas. El sentido de estado tiene además la ventaja de no necesitar declararse explícitamente patriótico pues responde a una realidad geográfica, cultural, sociológica, geopolítica y jurídica plenamente consolidada y reconocida internacionalmente.

Las palabras y términos, sin embargo, destilan un aroma que no necesariamente coincide con el significado del diccionario. Y en cada cerebro dejan una huella distinta, dependiendo de los contextos y los momentos en los que han sido escuchados. Por ello para muchos el término de “sentido de estado” proyecta cierta sombra de predisposición a y/o exigencia para asumir los aspectos menos confesables de dicho estado. Si el auténtico sentido de estado ha de ser incondicional, resulta ser poco compatible con los espíritus libres y las mentes pensadoras.

Han sido décadas en que quienes tenían sentido de estado pretendían no ser nacionalistas o patriotas. Mientras, los nacionalistas tenían, supuestamente, el defecto de ser obtusos, de mirar al suelo, y un espíritu empequeñecido que les impedía otear el horizonte superior del estado común, a la vez que se empeñaban en utilizar lenguas pequeñas, cuando todos compartimos una de las más grandes del planeta.

Ahora ya todo el mundo es patriota, de una Patria, con P grande, o de la otras. Es un avance pues, aunque la política no es una ciencia exacta -se suele aludir a ella, incluso, como “arte”-, una terminología más precisa ayuda. Hay patriotas involutivos, reformistas, progresistas, federalistas o regionalistas. Y si alguno no cabe en estas categorías de patriotismo, también es patriota, pero de otra patria.

Sin embargo, el plano del patriotismo es inclinado y siempre hay quien, desde arriba, considera el de los otros como menores, subordinados. Desde esa misma perspectiva, a los más flexibles a la hora de interpretar el concepto de sentido de estado se les suele reprochar su disposición a discutir o negociar sus pilares principales, sus esencias, y el no aceptar no ver la cara más oscura de la realidad. A esos se les considera poco susceptibles de merecer las más altas responsabilidades.

Al escuchar esos reproches, que dejan fuera del poder a ciertos colectivos que han alcanzado representación parlamentaria, suelo recordar a aquel profesor de primaria, aún en la época de la preconstitucional, a quien se le atascaba la explicación de las relaciones de equivalencia de la Lógica Matemática y que, cuando alguno de nosotros preguntaba por no entender, respondía, en tono severo, “¡Se calle!”, en una expresión que en mis doce anteriores años de vida nunca había escuchado y que aún no he olvidado, por lo visto.

El principio del P3, lejos pues de identificar espacios y senderos comunes, ya de entrada, en el vértice del árbol del que penden las diferentes sensibilidades políticas, resulta ser un laberíntico fractal.

En el segundo nivel, la copa del árbol está habitada por un crecientemente nutrido número de partidos políticos, los de la segunda P, de Partido, proyecciones de las múltiples interpretaciones de la primera P de Patria. En el seno de la mayoría de ellos, además, conviven concepciones claramente diferenciadas, cuando no enfrentadas.

El pie del árbol, en su base, bajo su sombra, está ocupado por el conjunto de las Personas, las de la tercera P, siendo, como es bien sabido, cada una distinta e irrepetible.

De este modo, la tripleta del P3, que supuestamente debería ser el faro que habría de conducirnos al consenso, es, en realidad, la expresión de la enorme complejidad y volatilidad política en la que vivimos. Se trata por tanto más bien del enunciado del problema y no el de su solución o vía de resolución.

Un amigo me sugirió la necesidad de añadir la cuarta P, la de la Pasta. Y juntos nos acordamos del célebre físico Richard Feynman, padre de la Nanociencia, que acuñó la famosa frase: “Hay mucho espacio ahí abajo”. Con ella sugería que, si contemplásemos el mundo en la escala nano, veríamos universos muy distintos a los que experimentamos en nuestra escala macroscópica. Hoy, cincuenta años más tarde, sabemos que Feynman tenía razón.

Tal vez, en efecto, el principio del P3 debería ser el del P4, pero intuyo que en el sótano de la planta -4 hay espacio para universos inimaginables.

El P3 se esgrime para apelar al consenso, a la necesidad de que el interlocutor ceda, a flexibilizar posturas, a renunciar en definitiva, parcialmente, a los propios principios e intereses locales, sectoriales o individuales. Se trata de una lectura top-down, de arriba abajo, que arranca de la superestructura común que constituye la Patria-Estado, para ir descendiendo al nivel del ciudadano, el átomo que constituye la materia social.

Pero una lectura bottom-up, de abajo arriba, es también posible. Y el ciudadano que contempla al político que apela a la honorable triada del P3, suele ver, con frecuencia, a personas, con P, que se han afiliado a partidos, con P; para hacer carrera profesional, con P, siendo la P de Patria poco más que una excusa, aunque en su momento fuese el motor que impulsó a esas formaciones políticas. Y los partidos acumulan a veces tal poder que, en su praxis, sustituyen a la propia patria, rozando el sectarismo, sobre todo en las naciones sin estado en las que, por consiguiente, el “sentido de estado” carece de significado.

Lo cierto es que desde la P del Pueblo, de las Personas, se observan deformaciones, bifurcaciones y mutaciones dudosas en el grafo ordenado que el P3 debería sustentar.

Es difícil entender lo que nos está pasando. Da la impresión de que, tal como vamos, todas las P’s, las de todas las Patrias, pierden.

Es admirable que aún haya gente con energía para buscar la pajita del consenso en el granero político actual. A la vez, sorprende la permanente certitud de quienes, con profesionalidad teatral, están siempre en posesión de la verdad, pues vivimos enredados en un gran ovillo que no sabemos lo que realmente encierra.

Fue el propio Feynman quien dijo que prefería vivir en la incertidumbre del no saber a hacerlo en posesión de una respuesta errónea.