COMPRENDO que tiene que ser duro y doloroso ser padre, madre, abuelo, hermano o incluso familiar lejano de un terrorista que esté en prisión cumpliendo condena por haber matado a otra persona, sin ton ni son, sin poder esgrimir ni una razón peregrina que atenúe su culpabilidad de asesino. Y comprendo que, una vez cumplida la condena, enrolarse otra vez en la vida normal y corriente requiere esfuerzos, por parte del liberado y por parte de quienes posteriormente han de recomponer sus vidas y sus relaciones junto al reo liberado. Un secuestrador, o un asesino, no llega a ser nunca “inocente”, por mucho que el cumplimiento de sus penas le haya redimido, y permitido abandonar la cárcel. La conciencia permanece. En el caso de nuestros patriotas etarras están ocurriendo cosas extraordinarias, sobre todo ahora que a la Izquierda Abertzale (IA) se le ha reverdecido el patriotismo hasta el extremo de que los asesinos (terroristas) se convierten en héroes cuando retornan a sus hogares y a sus pueblos.

A mí no me extraña que los allegados de los terroristas liberados sientan cierta alegría cuando retornan a sus casas, a sus barrios o a sus pueblos; sin embargo, me parece abominable que dicha alegría se desborde en tal medida que provoque procesiones de adhesión, homenajes públicos y demás celebraciones que no tienen en cuenta que aquello que resaltan fue causa en su momento de miserias y de degradación moral y humana, de muertes tan inoportunas como improcedentes, de ruina. Euskadi principalmente, pero también el resto de España, ha sido el lugar en el que ETA ha actuado con mayor profusión. Sus soldados, sin embargo, nunca vistieron uniforme aunque se llamaran “militares” (y como poco “político-militares”).

Su estrategia, para intentar pasar desapercibidos eran el escondite y el camuflaje, de modo que lo más ostensible de la existencia de ETA han sido los alrededor de mil asesinados por sus cobardes soldados camuflados en su propia cobardía que, decían, nos iban a salvar a todos. Dicho camuflaje inmoral se veía acrecentado por el descaro con el que los mal llamados “Izquierda Abertzale” defendían sus acciones tildándolas de “normales” y parte de ese contencioso inventado que se dirime entre Euskadi y España. (Que haya quienes reclaman mayores cotas de autonomía, incluso la independencia, no justifica ni un solo secuestro o asesinato).

Pues bien, hace algún tiempo los terroristas, ya fuera por quiebra de sus fuerzas de voluntad o por derrota, decidieron abandonar las armas y no matar a nadie más. Y todos respiramos, exhalamos un soplo de satisfacción y nos sentimos -unos más que otros- liberados. No solo nadie nos iba a matar violentamente, ni nos iba a destruir para siempre en una covacha oscura durante unos meses, sino que ya no iban a surgir nuevos terroristas, y los viejos dejarían su ocupación preferida hasta entonces para dedicarse a vivir. Aquello siempre me pareció una capitulación de ETA, tras su derrota, pero el alivio que todos sentimos, sobre todo los amenazados, nos llevó a guardar silencio, e incluso a valorar positivamente la decisión de los terroristas como si tal obedeciera a una juiciosa reflexión. Pero no ha sido así porque el terrorismo ha parado y ya no hay homenajes a los asesinados, pero desgraciadamente ahora hay homenajes a los asesinos, homenajes administrados por quienes siempre gritaron alabanzas a los etarras que estaban en activo. Moralmente, la Izquierda Abertzale sigue siendo una aglomeración de desalmados aunque, cómo no, hay entre ellos quienes consideran que los homenajes a los asesinos etarras están fuera de lugar. ¿Alguien admitiría que se hiciera un “homenaje” a los miembros de La Manada cuando terminen sus condenas? ¿Lo admitirían cuando se rinda homenaje a un ladrón convicto y confeso, o a quien haya matado a su esposa o hijos en una reyerta conyugal? Seguro que no, por tanto los homenajes a los etarras que acaban sus penas solo responden a una enfermedad que afecta a una parte demasiado importante y numerosa de la sociedad vasca.

Cometeremos un profundo error si pretendemos justificar de algún modo los homenajes que se vienen dedicando a los asesinos etarras que salen de las cárceles después de cumplir sus condenas. Salvo honrosas excepciones, que se cuentan con los dedos de una mano, los asesinos no han mostrado la más mínima misericordia hacia sus víctimas o hacia sus familiares, ni han pedido perdón siquiera con palabras o términos difusos y poco contundentes. La Izquierda Abertzale ha organizado recientemente cuatro recibimientos a etarras liberados, en cuatro lugares de Euskadi, en los que han sido vitoreados asesinos que aún siguen siéndolo, con el agravante de que no han mostrado ningún arrepentimiento por sus asesinatos.

Pero la ignominia no acaba ahí, porque su representante aquí, don Arnaldo Otegi, ha adelantado que “hay 250 presos de ETA y habrá 250 recibimientos”. ¿Quiénes son los tiranos en ese resquicio abertzale, los escondidos dirigentes de ETA o el sonriente Arnaldo Otegi que no solo loa a los asesinos liberados sino que desprecia a los asesinados por la banda terrorista y a sus familiares? Hay quien cree que Otegi fue uno de los artífices de la pacificación en Euskadi, sin embargo su comportamiento es el de un caudillo que se muestra por encima de todos los movimientos de la IA, como el gurú inspirador del nuevo tiempo. EH Bildu, conformada por cuatro formaciones políticas y un sinfín de organizaciones sociales vinculadas a dicha Izquierda Abertzale, es lo que quiere Don Arnaldo y la voz autorizada (y secreta) de lo que aún queda de ETA.

El cínico Arnaldo juega a confundir cuando dice: “Hay mucha hipocresía? Nos requiere el PP y nos vetan cuando hacen Gobiernos? Nos ha sorprendido la beligerancia del PSOE? Nos abstuvimos en Navarra y en el Congreso porque queremos impedir que gobierne la derecha”. ¿No es esto cinismo? Su temor a la derecha no pasa por apoyar a la izquierda, sino solo por abstenerse. Por lo que se presiente, aún quedan más de doscientos acontecimientos en los que un asesino de ETA será jaleado y agasajado en la avenida más ancha y concurrida de su pueblo: flanqueado por banderas cuya historia y nobleza debería reservarlas para otras encomiendas mucho más gloriosas y nobles, los asesinos o secuestradores (tanto da) recibirán los aplausos enfervorizados de sus cómplices que, mientras no se demuestre lo contrario, asumirán la carga de culpabilidad que les toque. Para pedir perdón, o disculparse, hay que ser valiente, porque hay que partir del reconocimiento de la culpa. Arnaldo Otegi, y sus compinches, son lo que quieran ser, pero lo que no son es valientes. Ni son valientes ni merecen el calificativo de “abertzales” (“patriotas”).