EN cierta ocasión, una de las pocas que tuve de hablar en profundidad con el alcalde Azkuna, me encontré, no recuerdo por qué, oyéndole casi sin más ni más episodios de la guerra de Vietnam. Hanói, Haiphong, Saigón; la ofensiva del Tet; los generales Westmoreland, Giap; los presidentes Johnson, Ho Chi Minh, Nixon; los monjes budistas que se habían prendido fuego? salían de la boca del recordado alcalde como, supongo, Gernika, Madrid, Teruel, la batalla del Ebro, Aguirre, Azaña, Franco o el general Miaja de la de los europeos o americanos de la época que seguían la Guerra Civil española desde la prensa, radio e incluso mapas en sus casas. Cada generación tiene en su memoria una particular guerra que deseaba ganasen los suyos que bien podrían ser los contrarios de su vecino más próximo. Para el alcalde Azkuna, de pasado político rojo, los suyos eran los comunistas, lo que no era en absoluto excepcional pues cientos de millones de personas de todo el mundo, incluida gran parte de la sociedad americana, acabaron deseando que los ganadores fueran los mismos: los comunistas del Norte. Para entender este hoy día sorprendente enigma me he metido entre pecho y espalda La Guerra de Vietnam (Editorial Crítica), último libro del historiador británico Max Hastings. A simple golpe de vista, un tocho de más de 800 páginas que una vez comienzas a leer solo dejas si tienes obligaciones mayores, siempre que te interese la Historia, claro está. Lo cierto es que la guerra de Vietnam es para muchos de mi generación parte de nuestra educación política, televisiva -la primera guerra televisada- e incluso sentimental.

La batalla por Vietnam (1945-1975), comienza Hastings, -un país pobre del sudeste asiático, de una extensión aproximada al 60% del Estado español-, provocó la muerte de entre dos y tres millones de personas. Durante los primeros veinte años, fue un asunto marginal. En cambio, durante la última fase la guerra atrapó la imaginación y despertó el horror y, más aún, la repulsión de cientos de millones de habitantes de Occidente. Entre las imágenes que más dañaron los fines estadounidenses destacaron las del jefe de la policía de Saigón mientras ejecutaba a un preso de Vietcong durante la ofensiva del Tet, en 1968; y la de una niña que, desnuda, corría y chillaba tras ser alcanzada por un ataque con napalm, en 1972.

“Un país en la Edad de Piedra” De lo ocurrido en Vietnam del Norte no tenemos fotografías comparables que mostraran a sus oficiales ejecutando a los opositores del país, a los que enterraban vivos, ni de los hombres del Vietcong abatidos por miles en asaltos fracasados. Solo dio a conocer relatos heroicos, acompañados de secuencias desoladoras de la devastación causada por las fuerzas aéreas del capitalismo. El gobierno del Norte, inflexiblemente dirigido por el politburó del Partido Comunista, gozó de ventajas importantes. Sus jefes no tenían inconveniente en pagar una factura espeluznante en vidas humanas, a falta de medios de comunicación y elecciones que los pudieran avergonzar. Podían fracasar de forma repetida en el campo de batalla sin arriesgarse a la derrota total, porque Estados Unidos no tenía intención de invadirles. En cambio, bastó que el Sur cayera derrotado una sola vez para que su destino fuera irreversible.

Francia abandonó Vietnam tras su apabullante derrota en Diembienphu en 1953, dejando tras de sí las tumbas de 93.000 de sus soldados, que habían fallecido desde 1945 en el fútil intento de conservar la Indochina colonial. Tras el abandono francés, el país quedó dividido entre el Norte (comunista y rigorista) y el Sur (capitalista y corrupto). Si hablásemos de categorías humanas, podríamos distinguir entre unos survietnamitas blandos que vivían en una tierra fértil plena de arrozales, caucho, bananeros y pozos de petróleo y unos norteños endurecidos por un lugar pobre y sin apenas recursos. Así que la estrategia de bombardear a matarrasa que los americanos ejecutaron durante los momentos álgidos de la guerra, tratando de destrozar la estructura económica del Norte, no tenía sentido pues en realidad el Vietnam comunista carecía de casi todo y, como dijo un militar americano con exageración pero clarividencia, “No se puede mandar a un país a la Edad de Piedra, cuando ya vive como en la Edad de Piedra”. El Partido Comunista conocía mejor que bien cómo se vivía en el Sur, no en vano disponía de más de 12.000 espías dentro del gobierno y ejército sudistas. Y desde luego tenía libre acceso a la prensa, radio y televisión occidentales. Así que practicaba la máxima de todos los que ocupan posiciones de autoridad tanto en la guerra como en la paz: “Miente a todos si es necesario, pero nunca te mientas a ti mismo”. Las mentiras oficiales caían sobre sus ciudadanos con la misma precisión que las bombas americanas. La desinformación era increíble. Era como si la gente estuviera sentada en el fondo de un pozo y no viera más que un pedazo de cielo. En la guerra vietnamita, los comunistas fueron los únicos beligerantes que emprendieron una batalla política y militar integrada.

De Gaulle lo predijo En Vietnam del Sur, los gestores políticos dieron por sentado que la tecnología y la potencia del armamento estadounidense bastarían para compensar la ausencia -reconocida- de una estructura social y política viable. Tras la gran victoria electoral de Lyndon Johnson (1964), los acontecimientos podrían haber adoptado un curso muy distinto. No fue así pues, en realidad, los americanos solo habían ido a utilizar el país como plataforma en la que desafiar al comunismo internacional. Meses después, en abril de 1965, el presidente De Gaulle predijo que la guerra duraría diez años y “deshonraría por completo” a Estados Unidos. Acertó de pleno en fechas y consecuencias.

En el momento de su mayor despliegue, las fuerzas armadas de Estados Unidos totalizaban 543.000 hombres que generaron enormes problemas derivados de la toxicomanía, los conflictos raciales y la tendencia al amotinamiento. Pero el gran desafío que aguardaba no era imponerse en los tiroteos, sino asociarse con un orden vietnamita, social y político, que resultara creíble. En 1967, un analista de la CIA escribió sobre la población local: “la mayoría desea un Vietnam unido, pero no uno controlado por los comunistas? (Sin embargo) está creciendo la sensación? de que cualquier cosa sería mejor que la vida que tienen hoy”. Dos años más tarde, aquel sentimiento se había consolidado en todo el Sur.

Resulta extraño, sostiene Hastings, que siendo Vietnam del Norte una sociedad totalitaria con una disciplina implacable estuviera gobernada por civiles. Y por su parte, Vietnam del Sur, que pretendía ser una democracia, estaba regida por generales con escaso talento para la política (y para los asuntos militares).

El 30 de abril de 1975 la guerra acabó con la victoria militar incuestionable de los norvietnamitas. El volumen final de la historia de la guerra de Vietnam, editado por el gobierno comunista en ocho volúmenes bajo el título Victoria total, apunta algunas cifras de bajas: casi dos millones de civiles perdieron la vida, otros dos millones quedaron lisiados o discapacitados, otros dos millones, expuestos a productos químicos venenosos. En el campo de batalla, Hanói calcula que hubo 1,4 millones de muertos y desaparecidos, más seiscientos mil heridos.

Para 1980 Vietnam se había convertido en uno de los países más pobres del planeta. Durante la década siguiente, el pueblo experimentó sufrimientos terribles, pero sus ancianos líderes se negaron a abandonar la colectivización o a tratar siquiera con el mundo no comunista. El politburó de Hanói no empezó a modificar algunas políticas, a regañadientes, hasta después del Sexto Congreso del Partido, en 1986: permitió a los meridionales un tímido acceso al comercio, una rama que entendían mucho mejor que sus compatriotas del Norte.

En 1995 se reanudaron las relaciones diplomáticas con Estados Unidos. Ronald Reagan afirmó: “Va siendo hora de reconocer que la nuestra, ciertamente, fue una causa noble”. Y existe hoy día una revisión histórica que bendice la intervención norteamericana por tratarse de una campaña fallida en una guerra mundial exitosa? (que) debía lucharse para preservar la credibilidad diplomática y militar de Estados Unidos.

¿Todo lo necesario? En las academias militares se enseña un principio básico: no busques la guerra si no estás dispuesto a hacer todo lo necesario para ganarla. Pero, en el siglo XXI, los comandantes militares occidentales todavía no han comprendido cuán demencial resulta enviar a los soldados a librar “guerras entre el pueblo” provistos de gafas de sol, cascos y blindajes corporales que les dan la apariencia de robots preparados para matar, a los que resulta imposible amar o siquiera reconocer como seres humanos. A veces, concluye Hastings, se dice que no hay paralelos entre Vietnam y las batallas de Occidente en el siglo XXI, en Irak y Afganistán, “pero hay uno evidente: que Estados Unidos y sus aliados viven dificultades crónicas para traducir las victorias del campo de batalla en entidades políticas sostenibles”.

La guerra costó a Estados Unidos 150.000 millones de dólares, mucho menos que la de Irak dos generaciones después. Pero su precio real no se limitaba al dinero, ni tampoco a las 58.000 vidas estadounidenses perdidas. Se pagó con un auténtico trauma. Neil Sheehan ha observado que la experiencia histórica anterior había mostrado a los estadounidenses que las guerras exteriores eran positivas: “Ganabas, en tu país te recibían favorablemente. Entonces vino Vietnam. Mucha gente murió por nada. Todos los otros monumentos nacionales a las guerras de Estados Unidos honran victorias. El de Vietnam solo conmemora tristeza y desolación”.