CADA vez que veo a Albert Rivera me acuerdo de Calimero, aquel pollito con la cáscara de huevo en la cabeza que repetía insistentemente “no hay derecho, es una injusticia”. A aquel personaje de dibujos animados todo le salía mal y su ternura televisiva surgía de la profunda desolación que padecía al ser incomprendido patológico.

Albert Rivera surgió en la gran pantalla de la política como la gran esperanza blanca de las élites. Era el alter ego de Pablo Iglesias y su formación, Ciudadanos, el podemos blanco avalado por los poderosos.

Cuentan quienes conocen su trayectoria que destacados dirigentes del llamado Ibex 35 alimentaron su proyección. Rajoy no les convencía como líder de la derecha y se inventaron una estrella rutilante que le saliera al paso y provocara su relevo. De ahí su meteórica carrera y éxito. Rivera se convirtió en el personaje de moda, en el prototipo de dirigente moderno, europeo y conservador que acabaría con la influencia nacionalista en un panorama posbipartidista; el yerno que toda suegra, todo medio de comunicación, desearía.

Como azote del nacionalismo brilló en una Catalunya dividida. Adalid del 155, su compañera Arrimadas lideró las elecciones tras la intervención del Estado. Pero su victoria intrascendente (nada hizo para gobernar en Catalunya) tenía otro objetivo centrado: la política española.

Saltó de Catalunya al Estado. Se postuló como alternancia de Rajoy y de un PP malherido por la corrupción. Su imagen subió como un suflé amparada por un poder mediático entusiasmado con el pimpollo.

Pero cuando Rivera pensó que era su momento y pretendió dar el sorpasso definitivo, llegó la moción de censura y su protagonismo perdió fuelle. “No hay derecho, es una injusticia”, repetía. Descolocado buscó resituarse. Y todas las estructuras que hasta entonces había construido provisionalmente, como alternativa socialdemócrata primero y liberal después, no soportaron la tensión de tanto cambio.

Quienes propiciaron su nacimiento en Catalunya no tuvieron pelos en la lengua a la hora de desacreditar tanta metamorfosis. Le tildaron de “caprichoso” y de ceder sus principios -si alguna vez los tuvo- por intereses personales. Su devenir errático se fue acentuando. Llegó la foto de Colón, el pacto andaluz con la extrema derecha como socio necesario. Y a partir de ahí una deriva permanente hacia posiciones extremas. Una estrategia evidente que es incapaz de reconocer cubriéndola de falsedades. Y en ella, Manuel Valls, el expresidente francés que trajo a Barcelona como socio para un cambio político, le ha terminado por abandonar entre sentidos reproches y críticas. Quien sabe si, en lo sucesivo, le disputará espacio en una futura pugna electoral. Valls se parece más que Rivera al líder que las élites españolas buscaban. Valls tiene otra solvencia. Otra cultura política. Y ha demostrado en Barcelona que él sí sabe de política. Rivera, no. Todo en él es dialéctica, imagen, postureo. Patriotismo de bandera en la muñeca y Sálvame de lux. Estrella rutilante, sí, pero que se apaga. Porque todos los pasos dados han sido equivocados. Solo le faltaba que quienes pretendía fueran sus socios europeos le negaran el saludo. Y lo han hecho. Porque Rivera les ha fallado una y otra vez. La última, faltando a la verdad, poniendo en boca de Macron y del Elíseo una presunta felicitación por su política de alianzas. Pobre Calimero. El desmentido galo le desnudó totalmente. En pelota picada, como cuando comenzara su andadura política. Las mentiras se terminan pagando caro. Rivera es un ídolo con los pies de barro. Su partido, una formación de aluvión sin estructura ni organización, ha engordado rápidamente al calor del éxito pero, como UPyD, desaparecerá en cuanto pinten bastos. Rivera está amortizado y no lo sabe. Su declive no tardará en llegar. Su falta de sentido de estado le ha condenado. Y su afán por la notoriedad, manteniendo posiciones numantinas extremas le ha dejado sin terreno de juego y sin influencia. Aunque lo niegue, sus amistades peligrosas le han aislado. No acertó nunca en sus decisiones, siempre equivocadas. Seguirá un tiempo enredando. Buscando protagonismo. Pero su momento pasó. Lo demuestra el desdén con que le tratan los medios que otrora le auparon. Calimero esta descatalogado.

Otros equivocados Volviendo a casa, sorprende por incomprensible el lío que ha empezado a organizar la izquierda abertzale en relación con el proceso de elaboración del texto articulado de nuevo estatus político para Euskadi.

La controversia se suscitó hace unas semanas cuando Arnaldo Otegi, en plena campaña electoral se metió en un jardín anunciando la presentación de un documento propio como desarrollo de las bases aprobadas por la correspondiente ponencia parlamentaria.

El anuncio tuvo, seguramente, un diagnóstico erróneo de la situación. En algún momento, Otegi y los suyos llegaron a pensar que la legislatura vasca estaba a punto de acabar, que el lehendakari se iba a decidir por adelantar las elecciones autonómicas y, como consecuencia, el nuevo estatus volvería al cajón, a la espera de un nuevo tiempo. Erraron la apreciación pero, en lugar de admitirlo, la izquierda abertzale, lejos de reconsiderar su posición decidió insistir en el equívoco. Ya se sabe, EH Bildu nunca rectifica, nunca da marcha atrás. Si es preciso gira 180 grados y sigue adelante.

Todo lo que no mejora, empeora. Y en este caso, también. Y a la crítica general, EH Bildu, por boca de Iker Casanova, le ha sumado un reproche de carácter personal. El parlamentario excondenado en el sumario 18/98 por organizar actos de kale borroka, cargó las tintas contra la profesionalidad de Mikel Legarda, a quien en una entrevista radiofónica culpabilizó de retrasar la redacción del texto articulado del nuevo estatus dentro de la comisión de expertos designada por la ponencia de autogobierno del Parlamento Vasco.

Casanova, en intromisión intolerable en la labor de los juristas nombrados por los grupos parlamentarios, acusó a Legarda de “no haber sido un aliado” y de actuar “extremadamente tibio” “no tirando del carro” en la definición del articulado del pretendido marco jurídico-político. Vamos, que prácticamente actuaba como “el enemigo”.

Las imputaciones de Casanova hacia Legarda resultan tremendamente injustas. En lo personal, el prestigio de Mikel Legarda y su vocación por facilitar un acuerdo de amplia base y de reconocimiento legal del nuevo estatus están fuera de cualquier cuestionamiento. Pero, además, si las menciones personales no fueran suficiente desvarío, el interés de EH Bildu y sus portavoces por condicionar y cuestionar los trabajos de la comisión de letrados, amenazando con trasladar unilateralmente su propuesta de autogobierno, rompiendo el compromiso de trabajo compartido, supone una torpeza y un error mayúsculo.

La petición de los juristas para prorrogar el tiempo concedido por la ponencia parlamentaria para redactar un proyecto de ley se cursó de forma unánime. Fueron todos los expertos los que firmaron tal solicitud de ampliación de plazos hasta finales de noviembre. Todos, incluido el especialista designado por EH Bildu. Tal extensión temporal solo puede interpretarse de una manera; los trabajos avanzan y merece la pena continuar esforzándose para alcanzar un acuerdo o un borrador de base legal compartido. De ahí la necesidad de ampliar el tiempo disponible.

La información de cómo avanzan o encallan los debates y las definiciones en dicha comisión es privativa de la misma. Los técnicos allí presentes no son delegados de los partidos con representación parlamentaria. Son expertos y como tales deben actuar. Teniendo en consideración las bases aprobadas en la ponencia pero intentando ampliar y normativizar sus conclusiones. Nunca actuando como meros escribanos actuantes por delegación.

La ansiedad jamás fue buena consejera. Tampoco la insistencia por forzar la confrontación. La izquierda abertzale ya se quedó fuera del consenso estatutario a finales de los 70. Fuera y enfrentada al mismo, tardando casi cuarenta años en reconocer el valor de aquel pacto de autogobierno que aún hoy nos cobija. Esperemos que ahora no cometa el mismo error. Decía Plutarco que la paciencia tiene más poder que la fuerza. Esta lección también la debería haber aprendido la izquierda aber-tzale. Pero mucho me temo que el día que se impartió Casanova faltó a la clase.