AMBOS grupos de variables están interrelacionados, de manera que el relativo éxito o fracaso de la construcción europea influye e influirá en el estatus europeo en el mundo y, por otro lado, la capacidad europea de competir con sus principales rivales va a condicionar el relativo éxito o fracaso del proyecto institucional europeo.

Tenemos, pues, que dónde ocurren las cosas, el contexto, influye en cómo ocurren; y, por otra parte, que el entorno es un factor causal de primer orden también. De manera que no se puede entender Europa y su devenir con la vista solamente Europa: es preciso detenerse en la situación y evolución globales.

Respecto a las variables endógenas y la evolución del proyecto europeo, han surgido tres visiones opuestas. La primera es la idea de Angela Merkel de una Europa “competitiva”. Bajo su liderazgo desde que comenzó la crisis del euro en 2010, la UE se ha convertido cada vez más en un vehículo para imponer disciplina de mercado a los estados miembros. En nombre de esta idea de una Europa competitiva, liderada por Alemania, se ha impuesto la austeridad a los países deudores en la zona euro. En otras palabras, aunque se expresa en términos proeuropeos e implica una mayor integración, es esencialmente una visión neoliberal.

La segunda visión es la idea del presidente francés Emmanuel Macron de una “Europa que protege”. Macron prevé una UE en la que habría una mayor solidaridad entre los ciudadanos y entre los estados miembros. En la práctica, esto significa más redistribución y riesgo compartido en la eurozona, la “unión de transferencia” que temen Alemania y otros países acreedores. Esta es una visión de centro-izquierda de Europa, aunque en Francia, debido a que Macron ha implementado reformas estructurales en un intento de ganar credibilidad en Berlín, se le percibe cada vez más como neoliberal.

La tercera visión es la idea del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, de una Europa “cristiana” de estados soberanos. Su visión se ha convertido en una crítica más amplia del proyecto europeo. Orbán se define a sí mismo como un “demócrata no liberal” en oposición a lo que considera el liberalismo antidemocrático de la UE y su postura populista es compartida no solo por el gobierno del partido Ley y Justicia en Polonia, sino también por partidos de extrema derecha en otros estados miembros de la UE. Las elecciones europeas del próximo domingo, día 26, dirán hasta qué punto el populismo de extrema derecha es representativo en el continente; y los augurios no son buenos.

Frente a las presiones internas y externas, la UE se centra cada vez más en la “cooperación” y los “resultados”, en lugar de la “integración”. La investigación del European Council on Foreign Relations muestra que una masa crítica de países está de acuerdo en la necesidad de una cooperación más flexible dentro de la UE. Muchos Estados miembros creen que una cooperación más flexible ayudará a demostrar los beneficios de la acción europea colectiva y superar los estancamientos de las políticas.

Sin embargo, hay un grupo de países que todavía no están listos para participar en una cooperación flexible. Este grupo está preocupado por el riesgo de que el marco y las instituciones de la UE se vacíen, y por el predominio de los grandes países con mayores recursos. Hungría, Polonia y el Reino Unido consideran que la flexibilidad es una oportunidad para aumentar la soberanía nacional en algunas áreas. Si bien los enfoques inclusivos son claramente favorecidos en las capitales de la UE, la presión continua para lograr resultados podría empujar a los países centrales hacia tipos más flexibles de cooperación en un estilo que recuerda a Schengen.

Respecto a la situación global, es cierto que prácticamente todo el crecimiento demográfico esperado entre 2010 y 2100 (de 6.500 a 9.000 millones de personas) va a tener lugar en las ciudades de los países en desarrollo, principalmente en Asia, y es cierto también que seguirá produciéndose un movimiento tectónico de traslación de poder económico del Oeste al Este, como argumenta convincentemente Andre Gunder Frank en su libro Re-ORIENT. Global Economy in the Asian Age (Re-ORIENTE. La economía global en la era asiática). Sin embargo, el siglo XXI no será el siglo del exclusivo dominio asiático ni el siglo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica).

A pesar del “ascenso del resto” del que habla Fareed Zakaria en The Post-American World (El mundo post-americano), no va a ser tampoco un siglo posamericano, sino el siglo de un mundo multipolar, con una geopolítica variable en torno a varios grandes centros de poder (Estados Unidos, China, India, Europa) y otros núcleos (Brasil, Rusia) que jugarán un papel más relevante que en el presente, aunque sin emerger como potencias globales.

Asia será el continente más favorecido por el nuevo orden, y, con India como potencial aliado de Occidente, las relaciones entre China y Estados Unidos serán determinantes (lo son ya) en la evolución geopolítica mundial.

China, además de inequívocas ambiciones globales, cuenta con un sistema político autoritario que le permite imponer un desarrollismo a gran escala sin oposición, aunque necesitará a Estados Unidos para seguir creciendo. Los norteamericanos, que se mantendrán como potencia global, tendrán que aprender a acomodar el ascenso chino.

Europa jugará también un papel significativo si consigue reducir su división interna y superar su transición al multiculturalismo. Ello requerirá un cambio en la evolución del continente, que desde la Segunda Guerra Mundial ha tratado de responder al reto americano y que a partir de ahora deberá transformarse para intentar ralentizar el llamado “ocaso de Occidente” y enfrentarse al reto asiático.

Por todo ello, vamos a una configuración que recuerda, en parte, a la que había antes del comienzo de la hegemonía europea en el siglo XV, cuando Europa formaba un subsistema de comercio en la semiperiferia de un sistema más amplio dominado desde el Este, como muestra de forma brillante Janet Abu-Lughod en Before European Hegemony (Antes de la hegemonía europea), un clásico escrito hace más de treinta años.

Con Europa gravitando del centro a la semi-periferia (una posible interpretación de lo que se ha llamado la “decadencia” de Europa), y sin que otros candidatos a gran potencia vayan a establecerse como núcleos de poder global, la trayectoria del siglo XXI quedará posiblemente determinada por cómo se estructuran las relaciones norteamericanas con sus aliados en Asia y, principalmente, por cómo se desarrolla la relación entre Estados Unidos y China.

Europa se puede mantener como centro de poder económico gracias al buen nivel educativo de sus ciudadanos y en la medida en que se intensifique su economía de alto valor añadido. El conservadurismo socio-económico europeo necesitará renovarse por medio de una economía basada no solamente en la innovación tecnológica sino sobre todo en la innovación institucional y organizativa, que ya empieza a producirse, y en la renovación de las ideas identitarias que rigen la relación del continente con el resto del mundo y con sus propias minorías.

Si las tendencias actuales persisten, el modelo europeo de la cooperación y la protección social seguirá siendo un modelo cuestionado y a la defensiva, dependiente de la competitividad del continente y que no se exportará. Por ello (y por su falta de cohesión interna) Europa influirá de forma posiblemente limitada en los asuntos mundiales.

En este contexto, Europa se enfrenta, al menos, a dos grandes retos estratégicos: mantener la alianza de seguridad militar con EE.UU. y ser capaz de atraer el mejor talento global a su territorio.