NO sé si esto pertenece a la categoría de la sociología política o a la de comunicación y propaganda, porque un poco de las dos tiene el caso de la visita a Getxo del portaaviones de la Armada española con nombre de rey corrupto y el interés despertado entre la población local y foránea y su repercusión informativa. En lo superficial, los partidos de ámbito estatal y los medios que les dan cobertura han saludado con regocijo, y también con ironía, que miles de vascos, unos 12.000 en cifras no contrastadas, se hayan acercado a conocer la joya de la corona de la marina, dando a entender un significado político, algo así como una adhesión a las fuerzas armadas y por ende a la unidad de España. Ha sido, según ellos, como un referéndum constitucionalista. Esto mismo te lo dicen por las redes sociales; pero es una anécdota de baratillo.

Que una decena de miles de ciudadanos se hayan acercado a ver y conocer un barco militar podría ser como ir a las barracas o acudir a un parque de atracciones gratis y con niños. No hay duda de que el navío es espectacular por sus dimensiones y las máquinas destructivas que guardaba en sus bodegas, esas que se ven en las películas y matan de verdad. En suma, se trata de un pequeño acontecimiento vecinal en un lugar donde no ocurren muchas cosas, una forma de pasar el tiempo un fin de semana aburrido con libre ejercicio de papanatismo de masas, tanto mayor cuanto más exagerados haya sido la admiración despertada y los comentarios en la aldea. Los muelles de Arriluze han sido durante dos días una diversión palurda con aires coloniales, si sumamos a los que guardaron cola para entrar al buque a quienes lo contemplaron y fotografiaron desde lejos. Poco viajada anda esta gente.

Recuerdo haber visitado de niño barcos de guerra norteamericanos, en los que los marineros convidaban a refrescos y a un dulce movedizo y colorista, desconocido entonces, que llamaban gelatina. ¿Qué pretendía aquella exhibición ante los críos? Supongo que la devoción por el país anfitrión y una cierta justificación emocional a largo plazo de la fuerza militar. Ganaban pequeños aliados y chusma incondicional para agitar banderitas en sus desfiles. Para nosotros, aquello era una alucinación que se asimilaba a los tebeos de hazañas bélicas y las películas de soldados que tanto nos gustaban. En mí, por lo visto, no resultó eficaz porque nada me repele más que el irracional espíritu militar y la mentira de los ejércitos salvapatrias. Se fueron a pique sus encantos navales.

Estamos de campaña El primero que se dejó caer por el portaaviones fue el presidente del PP, Pablo Casado, que estaba de campaña en Bilbao, algo despistado al decir horas antes que marchaba para Getxo, Gipuzkoa. Al menos, nos dio motivos para reír y hacer chanza con su ignorancia geográfica, una breve muestra de otras más preocupantes y de mayor calado. Esa presencia indicaba el obvio carácter propagandístico de la llegada del navío a nuestras costas. Es muy elemental y más eficaz que la inutilidad de las jornadas de puertas abiertas que organizan anualmente los cuarteles del ejército. Un portaaviones es más llamativo, más rotundo y mucho más caro. Me pregunto cuál es el precio a pagar por la ciudadanía por este despliegue de activismo militar. Nos ha salido caro. Atracando en nuestros muelles, el Juan Carlos I nos ha atracado.

No tengo claro si la moción de rechazo que la mayoría del Ayuntamiento de Getxo hizo pública al conocerse la llegada del navío ha sido eficaz; pero, aunque no lo fuera, la protesta cumplía una obligación de dignidad pública que tendría que rebasar, en lo esencial, la cuestión patriótica para insertarse en el mero pacifismo. En todo caso, la expectación ya la había provocado el diario de Vocento y era imposible evitar que, entre curiosos y simples, las visitas reunieran en dos jornadas a una docena de miles de personas. Fijemos la atención sobre el hecho resultante en lo informativo y la propaganda política: la noticia pasó de ser el barco (hemos visto cascos más grandes en este muelle de cruceros) para ser la muchedumbre hechizada por la máquina. Esa era su objetivo: el fervor de unos miles, no pocos, que pretenciosamente se presenta como la expresión nacional de todos. Finalmente, España era solo un portaaviones.

Sí, hay contradicciones en el sentimiento de repulsa. Vivimos sobre un sistema de desequilibrios entre razón y corazón, entre lo bueno escaso y lo malo necesario. A veces, estos armatostes protegen nuestros pesqueros en aguas hostiles y dan trabajo en los diques de construcción naval. Tenemos fábricas de obuses e ingenierías que crean sistemas de navegación, satélites y aviones que arrojan bombas. Todos los países costeros los tienen; pero es como tener vergüenza ante lo injusto, un hecho irremediable al menos mientras impere la estrategia del terror como presunta garantía de la paz. ¿Por qué no manifestar la repugnancia ante lo que no es de nuestra responsabilidad? Mi voto y pertenencia ciudadana no implica renuncia moral alguna. Ser civil será siempre la oposición de lo militar, como la vida lo es de la muerte, lo irreconciliable.

Más España Los medios del régimen constitucional se han apresurado a destacar la pasión española producida entre los vascos por la presencia del portanaves en Euskadi. Resulta conmovedor que se pueda extraer esa conclusión, porque lo más que puede decirse es que unos pocos entre muchos más ciudadanos han gastado unas horas de su vida para asistir a una grotesca turné militar y que, entre ellos, algunos, seguramente, se sentirían alborozados por la bandera y los soldados; o que quizás la han vivido como simulación de la reconquista prometida por Vox. Nada de esto se contradice con la realidad política expresada en las urnas. Euskadi es un país muy plural y da cobijo a diferentes sentimientos de pertenencia nacional. Y convivimos precariamente. ¿Qué tiene de extraño el despliegue de gente ante el dichoso bajel si entre nosotros también hay fachas? La ministra de Defensa, Margarita Robles, ha calificado el abordaje naval como un hecho de normalidad. Si fuera normal, el ruido mediático y vecinal sería escaso y el consistorio getxoztarra no hubiera alzado la voz, como un torpedo, contra el mensaje militarista y no tendrían lugar cívicas protestas. Lo normal sería que fuera a Santander; pero se ha querido, por esa arrogancia castrense, tan española, echar el ancla en Getxo y decir en alegóricos cañonazos: “aquí estamos, vascos, estos son nuestros poderes”.

El comandante de la nave ha anunciado que “pronto volveremos”, como regresaba Franco a Donostia durante la dictadura. Y ha agradecido por Twitter “el cariño recibido”. Puestas así las cosas, se va a convertir en una atracción turística y puede que los hosteleros de la zona se lo agradezcan. No hay obsesión más ridícula que intentar ser apreciado a través del espectáculo de lo ostentoso y no por solvencia ética y democrática. Al igual que los millones de turistas que pasan sus vacaciones en España no aman más que los que les divierte y da solaz, que llegan, pagan y se van, también los turistas locales no irán al navío por cariño a la patria, sino por pasar el rato en un escenario gigantesco y surrealista como el genial Gila.

Si en vez del Juan Carlos I hubiese anclado en Arriluze el portaaviones HMS Queen Elizabeth, el más sofisticado del almirantazgo británico, la expectación habría sido igual o mayor y el desapego por la exhibición militar, parecido. No es ese monstruo de acero un símbolo del Estado, ni un trozo flotante del país. Solo es un costosísimo dispositivo de guerra, concebido para matar y, en sus acciones de public relations, una roñosa atracción de feria para unos pocos miles de civiles de gustos rancios.