POR qué hay tantas dificultades para establecer un relato común de las décadas de terrorismo en Euskadi? Porque ninguna de las partes, situadas en los extremos políticos está dispuesta a reconocer su cuota de responsabilidad histórica y se disputan los despojos de la contienda. Y lo que es más grave: no les importa el pasado, sino el presente. Sí, el pretexto son los años de violencia, las víctimas y todo lo que nos condicionó política, económica y socialmente; pero lo que pretenden los discrepantes es imponer una historia sobre el presente, un dolor del pasado para que continúe doliéndonos a todos, algo así como la cronificación del pretérito para que el antes siga instalado en el ahora. Es su estrategia fantasmal. Ni siquiera, unos y otros, tienen la honestidad de reconocer su olvido de los muertos y los estragos (con algún ramo de flores y una plegaria en el camposanto de vez en cuando), tan bien instalados que están en sus vidas actuales, disfrutando de sus cargos públicos o como rentistas del sufrimiento en las instituciones, chiringuitos de velatorio y fundaciones nominales. Son sus batallitas, no las de la mayoría de los vascos.

No somos el único país del mundo que ha padecido la violencia civil. Todos los pueblos que han soportado guerras interiores han pasado por este proceso de construcción y deconstrucción de la memoria. Y en todos ellos este recorrido ha sido lento y plagado de altibajos, contradicciones y revisiones. La historia contada es pura y grotesca fábula, como las películas de Hollywood, que hacen malos a unos y buenos a otros y más tarde cambian a los buenos por los malos. ¡Qué más da! Esos países empezaron por cargar la culpa a alguna de las partes (la derrotada), santificando a sus mártires (los vencedores), a los que dedicaron monumentos, homenajes y memoriales, para tiempo después reconocer que los sucesos fueron más complejos y transversales los errores.

Con el aprendizaje de lo que otras naciones han vivido antes que nosotros podríamos saltarnos el primer paso, el de la culpa, y pasar al siguiente, desterrar el maniqueísmo y reconocer que el terror no tuvo justificación y que sus actores militaron a ambos lados de la trinchera, y que entre unos y otros, había un pueblo sobrecogido que padeció a ETA y a los responsables del Estado español por igual, además de a una clase dirigente incapaz de alcanzar una solución y que prolongó el conflicto durante décadas. Díganme ustedes qué país de guerra cainita no sigue revisando hoy la historia de su tragedia y en cuál las culpas no están equitativamente distribuidas. Claro, no viven en el pasado como España.

La memoria española Lo más irónico de la batalla del relato, tan absurda e inmadura, es que sea España quien reclame a Euskadi una narración obligatoria y que esta se imparta, a su modo hostil y airado, en las escuelas y se difunda por los medios de comunicación como dogma de fe. ¿Cómo se atreve el reino de España a exigir tal cosa teniendo pendiente su propia crónica de la dictadura de Franco, la guerra civil y las décadas previas? ¿Quién es España para requerir a Euskadi la explicación de su historia reciente cuando no ha sabido exponer la verdad de lo que en su seno ocurrió y mantiene, 46 años después, un mausoleo donde se ensalza al tirano, además de tener, para su bochorno, miles de fusilados en las cunetas de sus pueblos y ciudades? ¿Cabe mayor sarcasmo que este Estado, repleto de símbolos, calles y fundaciones que rememoran a los fascistas, nos reclame un relato que, por descontado, le exculpe de su responsabilidad criminal en tierras de Euskal Herria? ¿De qué tiene que darnos lecciones éticas un país cuya derecha política aún justifica y aplaude aquel régimen autoritario, coartada que se hace más palpable con la irrupción de Vox, puro franquismo? ¿De qué demonios nos hablan de narración y su cuento de Calleja?

El problema es que España tiene memoria de la mala, la selectiva, que consiste en recordar lo secundario y olvidar lo más importante. Esta es la memoria española, cuajada de ignorancia y mala fe, de injusticia y tiranía. Tuvo que esperar 32 años, hasta 2007, para aprobar la Ley de Memoria Histórica, del presidente Zapatero, tímida y acomplejada, pero un avance en el erial de los recuerdos aplazados y que fue rechazada por el PP, sistemáticamente incumplida por las administraciones e interpretada con mezquindad por numerosos jueces. En definitiva, España se empeña en seguir evocando su victoria sobre la mitad de los suyos. La prevaricadora negación de la transferencia de las prisiones a Euskadi es la muestra del resentimiento que persiste en los aledaños del PP.

Hay una contradicción entre cómo España enseña, con demasiada benevolencia, a sus niños y jóvenes en las aulas la historia de la guerra y el franquismo y cómo la viven los conservadores y partidos de derecha, a los que no les pareció mal. No solo se amnistiaron, también se amnesiaron. Esta brecha de injusticia es la que se quiere evitar en Euskadi con el programa educativo Herenegun, un relato transversal en el que todas las violencias son condenadas y la diversidad de víctimas testimonian su calvario. No es solo una clase de historia, es también una clase de ética. Que a algunos sus contenidos les resulten insuficientes, porque el charco de su sangre no es todo lo grande que quisieran, es otra derivada del partidismo que ensucia el relato.

La memoria vasca ¿Quién puede contar la historia mejor que sus testigos, que la vivieron cada día y durante años? Como la sociedad vasca fue protagonista, no tiene ansiedad en hacer balance. Entre nosotros, es verdad, están los que tienen mucha prisa en el recuerdo de sus muertos y quieren un relato que se centre en ETA y sus crueles asesinatos, marginando el terrorismo de Estado, la tortura y la siembra de odio que produjeron las acciones policiales. Tienen miedo al olvido y que la ciudadanía pase página. Buscan un relato unívoco y obligatorio. Y están los que tienen prisa en el olvido, porque, ya en paz, les pesa la vergüenza actual, de la que carecían entonces, de haber apoyado y alentado décadas atrás el terror etarra. Y, además, les repugna pasar a la historia como los únicos malos de la película.

En medio de los ansiosos del relato sangrante y los deseosos del olvido rápido y sin secuelas, tan victimistas los unos y los otros, está la mayoría de Euskadi que asiste, perpleja e indiferente, a la batalla por los despojos y que lo fía todo al mejor criterio de sus instituciones. Siendo tan complejo y delicado el asunto, reclama a su clase dirigente un esfuerzo de consenso en el recuerdo y un respeto a la verdad entera, con menos gritos y demostraciones de odio en quienes viven, profesional o políticamente, de la muerte de los suyos. Ya vale de carroñería.

Más allá de que sea factible alcanzar la utopía de un relato compartido, algo así como una verdad oficial, lo determinante es el proceso natural de olvido que sigue a toda tragedia. Bastante tuvo el pueblo vasco con la vivencia de aquellos desgarros como para que ahora, en paz y en una convivencia política casi normalizada, mantengamos las trincheras en la memoria. Tienen que entender que la gente olvida, porque el presente, con sus quehaceres, y el futuro, con sus incertidumbres, importan más que un pasado miserable. Olvidar no es justo ni injusto: es a lo que nos aboca la eficaz naturaleza humana. Olvidar no es amnesia, es memoria de la buena. Euskadi no es insensible, no lo fue antes y tampoco ahora. Nos acusaron vilmente de mirar para otro lado ante la violencia. ¿Pretenden ahora, con aquel falso sentimiento de culpa, que comulguemos con las ruedas de molino de una narrativa cuajada de mezquindad ideológica y rencor? Van a fracasar, porque el olvido pesa más que el recuerdo, sobre todo si va acompañado del perdón. Oigan, déjennos olvidar en paz.