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Miente que algo queda

SE quejaba amargamente en un artículo hace ya unos días el escritor Antonio Muñoz Molina sobre la visión sombría que los extranjeros tienen de España. Las reacciones de los medios internacionales sobre los acontecimientos en Catalunya le producen una enorme tristeza y frustración. Según el novelista, y a pesar de sus notables didácticos esfuerzos en el campo de la historia, e incluso geográfico, los extranjeros están atados todavía a una visión estereotipada y perezosa sobre lo qué es España. Se podría decir que tanto ignorante le enerva. Tampoco los ámbitos intelectuales y universitarios europeos o americanos se ven libres de tanto desatino: la percepción del Reino se encuadra en los tópicos más negros. En vez de elegir la luminosa pintura de Sorolla, eligen la tenebrosidad de Goya.

“Se niegan a ver la nueva realidad de España. Les gustamos como toreros, milicianos heroicos o inquisidores”, escribía apesadumbrado en un medio escrito cuyo mal envejecer está llevando al citado periódico a la deriva. Se diría que los franceses, los británicos, los alemanes, todos ellos, por el hecho de ser foráneos no son capaces de comprender nuestra historia y valorar los incontables e increíbles avances que han tenido lugar en estos últimas décadas. En tiempos del franquismo, se achacaba esta conducta a la masonería, al liberalismo o tal vez a la falta de fe de los europeos y americanos que actuaban así por envidia de la grandeza de la católica España. Pero ¿ahora?

Implacable crítico de cualquier otro nacionalismo que no sea el suyo, Muñoz Molina rechaza la fotografía ajena y se pone las gafas de color rosa para acudir en defensa de los cambios que ha experimentado el país en la celebrada transición: la presencia activa de la mujer en todos los ámbitos sociales, la aprobación del matrimonio homosexual, la abolición de la pena de muerte o la falta de un movimiento xenófobo. No es mi intención poner en cuestión los notables cambios que el país ha experimentado en todos estos años, sería impensable que no lo hubiera hecho, pero la ocultación interesada de los grandes problemas de la democracia española durante cuatro décadas no le hace gran favor al exdirector del Instituto Cervantes de Nueva York.

La densidad de la democracia española nunca fue alta, pero la crisis catalana no ha hecho más que sacar a la luz su escasa masa. “Nosotros, los demócratas” es un latiguillo que he oído en decenas de ocasiones a personajes que nunca han condenado el régimen franquista o que ponen todos los impedimentos posibles a la exhumación de los restos de aquellos que lucharon en el bando perdedor. Lo he escuchado también a los que mienten miserablemente, como el titular de Exteriores, Alfonso Dastis, quien afirmó ante uno de los entrevistadores con más recorrido de la BBC que algunas de las imágenes de los aporreos a los ciudadanos en el 1-O eran falsas. Vergüenza infinita de esta llamada democracia, tan endeble que la propuesta de un referéndum supone un desafío intolerable que hay que reprimir salvajemente.

¿Qué tipo de democracia consiente que la simbología fascista y sus saludos y cánticos campen a sus anchas? ¿Qué tipo de democracia permite que el partido gobernante mienta deliberadamente sobre la autoría del mayor atentado terrorista que ha sufrido España? ¿Qué tipo de democracia transige con un partido con más de 800 cargos imputados en casos de corrupción y cuya desidia es en gran parte responsable de lo que está sucediendo en Catalunya? Ni el PSOE ni el PP tuvieron ningún escrúpulo hace unos años para cambiar el artículo 135 de la Constitución, que perjudicó a las familias y ciudadanos con menos recursos. Sin embargo, cuando son los ciudadanos los que piden la reforma de esa misma Constitución esta parece tallada en piedra.

Estoy de acuerdo con que una sociedad debe respetar las reglas que ella misma se ha dado. La ley nos obliga a todos, también al PP que parece vivir fuera de ella, con dos ministros de su gobierno reprobados por el Congreso: el titular de Hacienda y el de Justicia. La ley, sin embargo, no puede servir para anular las opiniones de sus ciudadanos. Por otra parte, no creo que el referéndum celebrado el 1-O en Catalunya sirva para poner las bases de un Estado independiente. Tampoco dudo de que ahora, con los puentes rotos, con una dura aplicación del 155, un estado de excepción de facto, en camino, una mayoría de catalanes sienta ninguna necesidad de volver al Estado que con tan poco respeto les trata.

Hace ya unos días, en la versión en lengua inglesa del mismo periódico que antes he citado, uno de sus periodistas, después de pontificar sobre el ejercicio del periodismo en su artículo Catalonia: The gravity of the situation, y de la necesidad de distinguir entre hechos y opiniones, se descolgaba con una burda mentira: el robo de armas y munición de un vehículo de la Guardia Civil por parte de los manifestantes prorreferéndum. Sin datos, sin pruebas y sin ningún acta judicial que lo avale.

Quizás ahora, el imaginario estereotipado de los extranjeros sobre los españoles que tan amargamente criticaba Muñoz Molina, incluya otro más: mentirosos.