UN grupo de diversos investigadores (desde criminólogos hasta forenses), un total de 19, encabezado por un exagente del FBI, Vince Pankoke, se ha puesto manos a la obra por desvelar quién fue la persona que delató a Ana Frank y a su familia en la Holanda ocupada. Ana Frank y su diario se han convertido en un icono del Holocausto aunque, más bien, debería serlo de la conciencia y de la persecución humana. Pankoke quiere despejar la última incógnita sobre la suerte de esta niña que murió de tifus en el campo de Bergen-Belsen, Polonia, en marzo de 1945. Pero, ¿es tan necesario? Me explico. Desvelar las incógnitas de la historia es importante.

Hay muchas interrogantes que resolver y, a veces, no es fácil hallar una base documental que responda nítidamente a lo que los investigadores buscamos en las fuentes. Ojalá hallen un archivo de la Gestapo, la temida policía política del régimen, que recoja punto por punto los aspectos que derivaron en la detención de la familia Frank, como la de otras tantas familias judías de la Holanda y la Europa ocupada. Siempre se ha sospechado que el escondite secreto en el que durante dos años (desde 1942 a agosto de 1944) se ocultaban fue encontrado gracias a una delación? De hecho, era bastante común, en aquella época, en la que la Gestapo contaba con una amplia red de colaboradores y simpatizantes, algunos por dinero y otros porque creían en la persecución nazi de los judíos. Tesis recientes afirman que fueron, en cambio, descubiertos por casualidad tras un registro rutinario para hallar un taller clandestino de pasaportes. En todo caso, Ana Frank es un icono de ese pasado tan dramático, su imagen, su retrato y, sobre todo, su diario, son una memoria viva de Europa.

Ahora bien, la sociedad parece fijarse más en los detalles menos importantes que en los que son realmente relevantes en estos casos. Transcurridos más de setenta años, el conocer el nombre de la persona que los delató puede tener escasa relevancia, salvo a nivel mediático, porque puede ser el de una persona que no nos diga nada. Para que no hubiese ninguna duda al respecto tendría que encontrarse un documento clarificador, la denuncia en sí, o un informe que recogiese al informante por parte de la Gestapo. Pankoke y su equipo se encuentran ahora sumergidos en este punto gracias a diferente documentación poco estudiada hasta la fecha que han encontrado. Si bien, de no encontrar la relación exacta, van a ser meras conjeturas.

El drama de los judíos ocultos en Europa, los denominados submarinos, fue espantoso, vivían cada día con la permanente y angustiosa incertidumbre, ya fuera en los territorios ocupados como en la propia Alemania, de ser descubiertos. De hecho, cuando dieron comienzo los bombardeos aliados sobre las ciudades europeas, debían asumir que no podían bajar a los refugios antiaéreos. Debían rezar y confiar en su suerte. Sin embargo, sus penurias nunca acababan ahí porque podía ser descubierta su identidad en cualquier momento y no podían confiar en nadie. Había colaboradores en cualquier esquina, judíos incluso, dispuestos a delatarlos para salvarse ellos mismos. La suerte de la familia de Ana Frank no fue diferente a otras. Pero la buena de Ana escribió un tierno diario que formará parte siempre de nuestra historia. Como ella, hubo muchas niñas que padecieron, vivieron y sintieron ese mismo horror. Su suerte y devenir ya son historia, los esfuerzos para intentar desvelar la identidad de la persona que les denunció no deben, de todos modos, distraernos del hecho de que, por desgracia, la pugna contra la intolerancia, el antisemitismo, la xenofobia y demás no ha acabado. El suicidio de Hitler y la derrota de su nefasto imperio criminal no han acallado los fanatismos que derivan en minusvalorar a las minorías por su raza o religión.

Ana Frank nos enseñó, ante todo, que era un ser humano como los demás, frágil y delicado. Nada que ver con ese mal que achacaban los nazis a los judíos. Pero hay que pensar que el colaboracionismo fue más común de lo que a primera vista se cree en la sociedad europea y, por lo tanto, la reflexión que debemos hacer es cómo conjurar los prejuicios humanos (como son la islamofobia o la xenofobia). La única manera de que Ana Frank pueda dormir algún día en paz reside en la fuerza y convicción que tengamos en rechazar cualquier corriente de pensamiento semejante a la que le llevó a la tumba.

Los males sociales no son ninguna abstracción ni, por supuesto, ajenos a nosotros, son las etiquetas que ponemos a los demás, es la intolerancia y, sobre todo, la degradación de nuestros valores cuando deshumanizamos a las personas que rechazamos u odiamos. Desvelar quién fue el delator de los Frank, a estas alturas es anecdótico, una curiosidad que en modo alguno puede restituir ya jamás su vida. Pankoke afirma seguir varias pistas. Pero sería cerrar en falso el misterio de Ana Frank. Porque este reside más bien no en quién denunció a su familia sino en cómo es posible que todavía haya persecuciones y degradación de las personas en Europa; cómo podemos todavía ser tan ignorantes e incapaces de enfrentarnos no a la verdad del pasado, sino a la del presente que nos ocupa (como los refugiados). Ana Frank merece que se descubra la identidad de su asesino, pero solo es un nombre, nada más, el odio y el desprecio fue la verdadera enfermedad que aquejaba al continente, un mal endémico para el que la única cura posible es educarnos mejor, en saber no solo quién fue Ana Frank sino en actuar en consecuencia y comprometernos con la dignidad de todas las personas que sufren cualquier clase de injusta degradación y persecución. Aquella niña holandesa nos enseñó más humanidad que todas las corrientes de pensamiento europeo juntas, no lo olvidemos.