eL aire huele a azufre. Horrorizado y asqueado veo las sucesivas razzias de los llamados cuerpos de seguridad contra la ciudadanía catalana. Violencia desproporcionada contra personas indefensas de todas las edades sin otra arma que una papeleta de voto. Cargas, porrazos, vejaciones y disparos de pelotas de goma... no autorizadas desde hace cuatro años. Más de ochocientos heridos, algunos de ellos seriamente contusionados. Política represiva al máximo liderada por el Partido Popular anegado por la corrupción, soberbio e ignorante de todo tipo de diálogo.

Tras la vergonzosa carnicería, su líder, Mariano Rajoy, felicita al pueblo de Catalunya por haber permanecido en sus casas sin acudir a votar. No sé cómo puedo averiguar si es cinismo o idiocia. Luego más tarde, dice que convocará a todas las fuerzas políticas restantes para hablar con ellas. ¿De qué? Me pregunto. Catalunya ya se ha ido.

Las imágenes de lo sucedido este pasado domingo me han retrotraído a los últimos meses del franquismo: portadas en la prensa internacional, manifestaciones en capitales europeas y condenas de líderes políticos, pero también manipulación informativa, cuando no burda ocultación de los hechos en muchos medios serviles. Lo de TVE clama al cielo. El código deontológico lo tiraron a la papelera de la redacción hace mucho tiempo. Para completar la escena, grupos de clara ideología fascista, apoyados por destacados dirigentes del partido gobernante, hacen su aparición en la Cibeles madrileña... El tiempo parece haberse estancado en una representación coral de amargo recuerdo para los que vivimos aquellos años.

Después de más cuatro décadas y tras una glorificada transición, aderezada de un intento pero efectivo golpe de Estado, las costuras de la estrecha democracia española han saltado por los aires. La sacrosanta unidad de España impuesta manu militari no admite la más mínima fisura. Como decía el escritor Suso del Toro hace unos días: “El nacionalismo español se refuerza no frente a un enemigo exterior, sino frente a las diferentes identidades nacionales”. En algunos lugares de la meseta, el hablar una lengua distinta del castellano parece una provocación inadmisible si no eres extranjero. Esta inseguridad tan patente del nacionalismo español es lo que da pie al patrioterismo que jalea a los guardias civiles que se dirigen a Catalunya a aporrear a otros ciudadanos, a la reivindicación del “yo soy español, español?” o a las declaraciones de un cantante de coplas para el que la mera celebración del referéndum es un insulto a su familia.

Catalunya vive estos días una suspensión de facto de su autonomía. Rajoy ha sido suficientemente habilidoso para establecer un estado de excepción sin que precise la autorización del Congreso de los Diputados. El derecho a la libertad y a la seguridad de sus ciudadanos han sido conculcados; la libertad de expresión y el derecho a la información y el de reunión pacífica sin autorización judicial han sido también eliminados.

Un referéndum pactado hubiera sido la posible solución, pero cuando hace ya unos años la Generalitat lo puso encima de la mesa, el gobierno de Rajoy y el Partido Socialista hicieron oídos sordos. 800 heridos más tarde hay que volver a la mesa y gobernar sin recurrir constantemente a los jueces. No sé qué habrá pensado aquel vicepresidente socialista, sabio de bar y defensor del Estado desde las cloacas, que manifestó ufanamente su alegría porque se habían cepillado el Estatut.

Con el cepillado, con el boicot a sus productos, con la recogida de firmas para devaluar su autonomía y siempre con la falta de respeto y la intransigencia como bandera, me cabe la duda de si los catalanes se han ido o les han echado aquellos para los cuales la plurinacionalidad del Estado no es más que una amenaza y un desafío intolerable. “No te queremos, no te respetamos, pero te prohibimos que te marches”, parecen decir algunos aquejados de patrioterismo bipolar.

No es difícil de prever que tras estos tristes días surja un Frente Nacional, o algo parecido, que aglutine a los más tenebroso del nacionalismo español. Sin duda, marcará líneas claras en el espectro político y obligará a definir el papel del Estado y el de las naciones que lo forman, pero para entonces y para muchos puede que sea ya demasiado tarde.