HUBIERA titulado este artículo Elogio de las fronteras si no lo hubiera utilizado ya Regis Debray en un librillo de menos de cien páginas (Gallimard 2011), consecuencia de una conferencia en Tokio. Escribía Debray que “hay una idea idiota que encanta a Occidente y que utilizan los aficionados que hacen del sin fronteras el complemento obligatorio de su carta profesional para parecer serio. Ya solo nos falta la profesión de aduanero sin fronteras para completar las profesiones sin fronteristas”. Debray, como es sabido, proviene de la izquierda, luchó con el Ché en Bolivia, donde estuvo preso.

Pues he aquí que me topo, al azar de mis búsquedas, no con un librillo de 100 paginas sino con un tomo de 388 páginas, (también en la prestigiosa editorial Gallimard, 2013) del que, según mi costumbre, he comenzado leyendo la introducción para saltar a la conclusión, antes de adentrarme en su interior. Es una de mis actuales lecturas reposadas. Libro magistral. Libro de tesis, la misma que ya defendía Debray, pero mucho más desarrollada. Claro que como toda tesis tiene su punto de exageración y unilateralidad. Pero, como dijera hace años Xavier Zubiri, “cuando se exagera lo importante es saber que se está exagerando”. Lo que vale sobre todo para el lector. El libro es de Hervé Juvin y su título La grande separation. Pour une écologie des civilisations. Hervé Juvin había trabajado con Raymond Barre, fue empresario y defendió la moneda europea, contribuyó a la mundialización, que juzgó positiva? hasta estos últimos años. Estamos, ya lo verán, ante un disidente que proviene de la derecha. Rara avis.

Voy a presentar, en gran medida parafraseando las propias expresiones del autor, sus tesis en dos artículos aunque cada uno tiene entidad propia. Este de hoy, ofreciendo su lectura del mundo en el que vivimos y, más adelante, la apuesta del autor por lo que denomina, en el subtítulo de su libro, la “ecología de las civilizaciones”.

El individuo estadístico El autor parte de la idea de que se ha reducido la población a una masa estadística, el individuo es separado de sus orígenes, de su historia, de su tierra y de todo límite, de tal suerte que un amor abstracto de los hombres (sujeto de derechos inalienables) ha conducido a la exterminación de las personas reales, cuyo ejemplo mayor ve el autor en lo que denomina el genocidio de los indígenas en los Estados Unidos, quienes deben escoger entre ser confinados en sus “Reservas” o ser obligados a convertirse en el hombre nuevo, el hombre contemporáneo.

Es el mundo actual, tras proclamar la unidad del género humano, la universalidad de los derechos humanos y la globalización feliz, pretendida consecuencia de que la búsqueda por cada uno de nosotros de sus intereses crea las condiciones para un nuevo orden, más poderoso que las antiguas órdenes de reyes, dioses o maestros, nuevo orden capaz de disolver las naciones y los pueblos. Al hacerlo, asumimos la sumisión de todo para el crecimiento infinito, la mundialización de las finanzas y los sistemas informáticos, que son capaces de acciones tan rápidas, tan complejas y tan múltiples que escapan al control humano, como reconocen los altos responsables políticos? cuando pierden el poder.

La condición de la política desaparece De este modo, algunas de estas categorías básicas de la vida como el próximo y el lejano, lo público y lo privado, el amigo y el enemigo son quebrantados o confundidos. En consecuencia, la condición de la política, que es la autonomía en la toma de decisiones corporativas circunscrita en su espacio y en su historia, desaparece. De ahí el vértigo que nos invade y nos hace, a la vez, tan difícil, tan incómoda y tan necesaria la afirmación de una identidad, de un vínculo, de un “nosotros” común donde nos encontremos, que nos reúna y nos distinga.

Nuestra condición de hombres de Europa, ¿nos habría condenado a lo universal, entregado al demonio del bien, primo hermano del pequeño diablo, la nada? ¿Estamos condenados a este despojo, a la desposesión que hace que nada de lo que nos sucede sea propiamente nuestro, procedente de nuestra voluntad y de nuestras opciones?

Por otra parte, el cuerpo humano, en lo que queda en él de natural, deviene la última frontera de la fábrica industrial de lo real pues la intrusión de la técnica en la procreación, en la mejora de las performances físicas, en la producción del deseo, del placer y de la larga vida, promete cambiar todo lo que creíamos saber sobre el individuo, el destino y la carne. Una nueva estética, una nueva moral, una nueva espiritualidad, habría que decir una nueva mística, emergen en nuestras vidas. Después de la “salida de la religión” habrá que escribir quizás la “invención de la religión” pues, obviamente, lo que se entendía antaño como religión -el confesionario, las flores a María, etc.- no permanecerá.

Estamos entrando en una nueva condición política. Pasamos una puerta que nadie antes había atravesado, la que separa lo próximo de lo lejano, los suyos de los otros, el “nosotros” de “ellos”, la puerta a la confusión. “La utopía de un gobierno mundial es la tentativa de una dictadura mundial. La sociedad abierta es nuestro peor enemigo cuando sostiene que todos somos los mismos y que no hay salvación ni descanso para quien lo niega y se reivindica a sí mismo”. Esto es la ideología europea de los últimos treinta años, dirá Juvin, la ideología de la reducción de las fronteras que sería la condición de una democracia universal por la movilidad infinita, la libertad como indeterminación, la abundancia que desarmaría todo conflicto y toda pasión política.

Todos contra todos Pero la supresión de las fronteras de los estados no supone, en absoluto, el final de los conflictos de naturaleza económica, social, religiosa o étnica. En la anunciada era posnacional, posmoderna, postsocial, la guerra de todos contra todos tiene todas las probabilidades de suceder a las guerras entre las naciones, que ya son imposibles, y la guerra de las civilizaciones, se convierte, de hecho, en miserables guerras de calle, de eliminaciones perfectamente determinadas, y un odio a lo cotidiano que los dispositivos de obediencia y de pacificación forzadas por la ley, -convertida en anónimo “dictat” imperial-, bloquearán por algún tiempo algunas de sus manifestaciones más explícitas y duras, pero sin reducir sus causas. ¡Bienvenidos a este edén de las ciudades cosmopolitas con sus zonas francas para los mayores detentadores de poder!.

Este es el desafío al que nos enfrentamos al entrar en un siglo XXI que habría terminado, realmente terminado, con la Europa del siglo XX. La desaparición de los límites, de las fronteras y de las separaciones que organizan y preservan la diversidad del mundo, ponen sobre la mesa la cuestión de lo universal y lo singular, de lo mismo y del otro, del poder y de la libertad...