Ocho apellidos navarros
AL éxito de la película Ocho apellidos vascos no es ajeno el que, como todos sabemos, al igual que las leyendas, hay en los tópicos algo de verdad. El de utilizar los apellidos como termómetro de vasquicidad viene de lejos y de arriba (empezó con la nobleza) y, aunque no nos guste admitirlo, está aún bastante presente incluso en política. Recuerdo aquel líder de EH que le decía a un alcalde de UPN que lo único que envidiaba de él eran sus apellidos. Y así en este país nos movemos en cierta contradicción. Mientras públicamente se habla de una identidad "adscriptiva" -cada uno es lo que quiere sentirse- y se impone un concepto administrativo de la ciudadanía vasca, los archivos están llenos de personas que indagan en la genealogía familiar y se enorgullecen del grado de arraigo en el país que muestran sus apellidos.
Desde luego, ya casi nadie piensa -como se hacía en 1895- que el apellido es el sello de la raza. Pero para otorgar a los apellidos el valor que cada uno quiera darle sería bueno que se tuvieran en cuenta algunos aspectos.
Si consideramos como apellidos vascos los generados en lo que ya en 1643 un intelectual Navarro definió como Euskal Herría, vemos que la mayoría de los surgidos en el área vascohablante son euskéricos. Pero no todos. Muchos vascohablantes navarros tomaron su apellido de localidades que no poseían nombre en euskera: Santesteban, Espinal, Burguete, Villava, Monreal, Turrillas, Pueyo o los diversos Salinas, Torres, Villanuevas, San Martines o Murillos, por citar tan solo unos pocos ejemplos.
A ellos tendríamos que sumar los que fueron abreviados a partir de los compuestos tipo Pérez de Obanos o Sánchez de Muniain -que, salvo en Tierra Estella, terminaron quedándose en Pérez o Sánchez-, los traducidos al castellano por motivos de prestigio social -Jáuregui por Palacios, Belza por Moreno, Dorrezuria por Torreblanca, Gaztelu por Castillo, etc.- y los compartidos con otros ámbitos culturales como Sanz, Jimeno, García y sus formas patronímicas. Y así, si tomamos en consideración estos apellidos no euskéricos, el número de apellidos vascos se incrementa considerablemente.
Me pongo como ejemplo. Mi primer apellido procede de un militar italiano que a finales del siglo XVII se casó con Catalina de Elizondo, una chica de Arantza. Aunque desde entonces, sus descendientes se casaron con chicas del país y, tras nueve generaciones, su aporte biológico es mínimo, aquel lejano antepasado monopoliza mi identidad social. Esto es, nuestros apellidos se han transmitido patrilinealmente y por ello a nuestros árboles genealógicos les falta la mitad de nuestras ramas o, mejor dicho, de nuestras raíces.
Tras más de una década de inmigración, alguien podría pensar que esto ha cambiado mucho. Pero un análisis estadístico que he realizado personalmente basándome en la guía telefónica de 2007 (con un nivel de confianza del 95% y un error muestral del 5%) arroja para Navarra un porcentaje similar: un 57% de los navarros tienen al menos uno de sus dos apellidos vascos. Y ello sin contar un 9% más de apellidos ambiguos tipo Jiménez o Villanueva.
Al hilo de los tiempos, la película Ocho apellidos vascos considera vascos únicamente a los residentes en la CAV. Por eso no deja de ser un condimento humorístico más de la película el hecho de que se excluya a los navarros, los ciudadanos que en mayor proporción tienen apellidos vascos. En fin, cosas de nuestro país.