NO la conocí personalmente y apenas la he visto en un par de fotografías. Mi conocimiento, subjetivo por supuesto, es a través de la palabra escrita, por parte de ella. Nunca cedí a uno de mis defectos más reincidentes: escribir cartas y largas. Las suyas -cada uno de sus escritos, monólogos de su alma-, eran para mí cinco o seis cartas a la vez, a las que yo ponía el diálogo silencioso y reposado de la mía. Tengo para mí que en todo escrito de una persona, cuando escribe la persona, hay mucho de autobiografía, camuflada aun en forma de ficción imaginativa. Y, así, paso a paso, libro a libro, iba yo dibujando y pintando su imagen y su espíritu en el mío. Su mirada y sus ojos claros, serenos, profundos, interrogadores; la naciente risa de sus labios contenida y adornada con un toque de ironía y compasión, lo mismo entre la tersura de los treinta que entre las arrugas de la nonagenaria cargada y cansada ya con el Nobel.

Dispongo de la ventaja de mi edad, que era la suya y unos meses más, a la que se perdona el olvido de los temas, de las tramas, de los lances, incluso de los títulos de sus numerosos escritos. Por casualidad, solo recuerdo uno, el de sus primeros éxitos: La hierba canta. Cayó en mis manos, allá por los 50, cuando, haciendo pinitos, intenté un poema: "Yo nací sobre la hierba, camino de la mar? Si algún día, después de que yo muera, quisiere una mano amiga, o enemiga, / escribir mi nombre, / hágalo por favor sobre la hierba / con chiribitas". El canto de la hierba y del mar desde que nací, espero no acabe tan brusca y duramente, como el de Doris Lessing, si recuerdo algo de su desenlace. Con mi olvido de todo lo dicho, ahorro al paciente lector la fatigosa lectura de títulos, fechas, citas notables, tabarra de un estudio detallado.

Hablo de la Nobel, recién fallecida hace un mes, Doris Lessing, a sus 94 años. No de la mexicana del Cervantes que ha irrumpido casi a la vez en los medios. Contra mi voluntad, tengo aparcadas mis letras mexicanas con Juan Rulfo, Octavio Paz y las salpicaduras de los artículos de Carlos Fuentes.

La primera sorpresa de Doris fue para mí el milagro de su escritura. Autodidacta, desde los quince, nació con ese don que mantuvo oculto hasta que cambios bruscos de su vida dieron rienda suelta al genio que llevaba dentro, que era ella misma; el parto de sí misma y la madurez de su narrativa artística y apasionada.

Nunca es tarde para empezar a escribir, pero empezó pronto a lo que es tendencia o refugio de los viejos sin futuro: el recuerdo de su pasado, de su infancia. La infancia marca y la tierra que amamos de niños acompaña nuestras vidas con entrañable presencia. Y cuando uno es arrojado de ella la lleva siempre más dentro, y vuelve y vuelve a ella, a los sitios de su infancia que le han marcado y hecho. Cuatro veces desde que se lo permitieron, 1982, volvió Doris a su antigua Rodesia. Ese amor perpetuo al África que llevaba consigo fue uno de los primeros lazos de mi amistad unilateral con la escritora. Es el Ara nun diran, de Iparraguirre, "mendi maiteak?" que canté tantas veces en Francia durante la guerra del 36. Cada vez que atravieso los Jardines de Albia me sacude el estremecimiento de mi primer corretear entre su hierba y poderosos árboles hace ya noventa años, mientras la niñera parloteaba con el soldado de turno. Para Doris recordar es un deber y una responsabilidad, como para mí. La que abandonó la escuela a los quince años, regresa a la actual Zimbabue para mejorar la preparación de los maestros y la educación de las futuras generaciones. ¡Recordar! ¡Los viejos cargamos archivos de recuerdos a cambio de un poco de futuro!

Recordar, observar, vivir la vida como es, reflexionar sobre ella sin autoengaños, comenzando con la suya propia. Plantea y analiza los conflictos raciales, entre los sexos, las clases y las culturas diversas. Busca, quiere la concordia, la solidaridad, las relaciones cálidas y personales. Pero dice adiós a su marido a los treinta años y se va con su hijo pequeño de su Rodesia prohibida. Descubre las contradicciones propias y del mundo en que vivimos. Hay algo que le aterroriza por su eficacia: el poder que casi desde su infancia conoció: el poder injusto. Le aterroriza y, a la vez, le arma para la lucha: ¡a cambiar el mundo!

Cambiar el mundo es para ella y debe ser para todos una obligación y, por tanto, una responsabilidad. Por lo menos hay que intentarlo. Doris es apóstol del intento, en primera persona. Es una política militante. Y como tantos espíritus generosos e intelectuales en los años 40, especialmente en Gran Bretaña, se afilia al Partido Comunista. Una dura y amarga experiencia. Crítica siempre, implacable y feroz a veces, lo es con el comunismo: "Alimenta lo más bajo o peor del comportamiento humano".

Incansable en la búsqueda de instrumentos o remedios contra el poder injusto y toda injusticia, se asoma y adentra en el terrorismo actual para encontrarse con la terrorista cuyo fin y estación de término es un hogar burgués en la reconstrucción de una casa en ruinas. Las ideologías extremas no le cuadran a la inconformista por naturaleza y vocación, Doris Lessing. Sin embargo, hay que seguir intentando cambiar el mundo. ¿Hasta cuándo? Y ¿a qué precio? No cabe duda: hay un fondo ético en toda la trayectoria narrativa de la Nobel de Literatura, 2007. Hay en ella amor y pasión por el arte literario. También lo hay por el valor ético de sus escritos.

La tarea es inmensa. Cuando el poder es injusto no hay que esperar nada de los de arriba, y tampoco de los que más ladran y aumentan las injusticias desde abajo. ¿Cómo mover a esta mayoría silenciosa o acomodaticia? Creo que ni se lo propone. Apela al individuo, a cada persona. Apela al bien que cada uno sentimos y ansiamos. ¿Qué puede el individuo solo? La pregunta no es "si vale la pena" incluso intentarlo. Porque la respuesta es que "es un deber" del que cada uno sale responsable. ¿A cambio de qué? De nada. De intentarlo, de haberlo intentado, de volver a intentarlo. De ser cada vez más humano, hasta lo más humano posible, de buscar y lograr cada uno su propio destino.

Qué triste, por otra parte, el desfile de esa "pobre gente" que convive o malvive con la injusticia, en la mediocridad y frustración, ocasionalmente con su propia maldad, quizá con algún rasgo o gesto de bondad. La pluma de Doris es tantas veces implacable que no le podía faltar una mirada compasiva, o mejor, de amor compasivo no hiriente hacia tanta mediocridad.

Tengo marcas en ciertos párrafos de sus obras en que, por una u otra razón, imaginaba que Doris necesitaba un respiro. Unas veces la veía acariciando a uno de sus gatos que a la primera mirada se había lanzado ya al calor del regazo de la abuela. Otras la veía levantarse con vigor, frotarse los ojos, acercarse al cristal de la ventana para ver crecer la hierba. Ante un párrafo literaria y lógicamente un poco a trompicones, la imaginaba soltando la pluma con rabia -nunca se me ocurrió imaginarla tecleando la máquina o el ordenador, sin duda para justificarme-, echar mano a la cajetilla y saborear el aroma humeante del tabaco y del té oriental.

Pero nunca logré adivinar en qué momento interrumpía su escrito para prepararse la comida, echarle leña a la chimenea de su estudio londinense o ejercer el oficio de madre o abuela o cuándo había vuelto de hacer la compra. Es un viejo hábito o manía. Me pasa también con los autores que expongo y critico por mi profesión de exegeta bíblico. Detrás de sus páginas creo intuir sus gestos, estados de ánimo, sus tendencias y prejuicios, a veces hasta lo que va a decir a continuación. En una palabra, lo que he dicho: casi todo escrito tiene mucho de autobiográfico. Por eso indago mucho en sus biografías.

Precisamente, Doris, en medio de su militancia no podía dejar pasar la lucha feminista, a la que dio casi carácter épico. Quizá sea lo que la hizo más famosa. Fue el suyo un feminismo decidido, frontal, pero a la vez autocrítico como ninguno. No rehúye sacar a relucir los trapos sucios de las relaciones entre las propias mujeres, así como la riqueza de sus diferencias. Obra esta, con un título dorado, cargada de emociones, de pasión por el tema y lo literario que la colocan entre las grandes, como Virginia y la Beauvoir. Pero no es ironía que reconozca que el triunfo del feminismo se debe en gran parte a los anticonceptivos y los electrodomésticos que han liberado a la mujer hasta competir justamente con el hombre. No hay tema conflictivo, desde la sexualidad en la vejez, el hijo inadaptado, las heridas del amor, etcétera, que no haya tocado, y del que no haya salido airosa. Doris ha sido cambiante en su vida y en sus temas, sutil y crítica, hasta feroz, pero siempre lúcida y valiente con un gesto de compasión hacia lo que es el ser humano, que no hiere ni desconoce sus posibilidades.

Sé que he perdido algunas de sus obras, ciertamente las últimas, y que esta semblanza, nacida de todo lo que he olvidado de sus obras, es particularmente subjetiva. Valgan por lo menos como testimonio de agradecimiento y admiración a esa "mujer de pies a cabeza".