LOS medios de alcance nacional de mayor cobertura se han hecho eco recientemente de unas declaraciones venidas de Bruselas, que dentro de un contexto que los medios han desfigurado, afirman que Cataluña no formaría parte de la Unión Europea en caso de acceder a su independencia.
Los medios anteriores han creado toda una fiesta en torno a esta noticia, que un sencillo lector se precia a comentar, con ánimo de apagar el fuego de la desmesurada alegría de los constitucionalistas españoles, que no habría de ser para tanto.
Hace unos días llegaba a mi casa el número 680 de la revista Nuestro Tiempo, en la que se entrevistaba al presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso. El periodista le preguntaba al político en torno a la cuestión de si una región segregada de un país miembro sería aceptada por la Unión Europea como nuevo Estado. Las respuestas del político se resumen en los siguientes puntos:
La UE está formada por una serie de estados que cumplen una serie de requisitos que afectan sobre todo a su estabilidad democrática. Si una región de independizara de su patria madre integrante de la Unión, los tratados de la UE no se le aplicarían por el mero hecho de que el nuevo Estado, a diferencia de la nación primigenia, resultaría jurídicamente desconocido a ojos del club, del mismo modo en que, por la misma lógica, tampoco se le podrían ya aplicar las leyes nacionales que regían a ese Estado cuando éste era una región de otro país.
Por otra parte, el nuevo Estado, si se dotara de una constitución e instituciones tales que fueran aceptadas por los tratados de la Unión, podría solicitar, sin ningún tipo de inconveniente a priori, ser admitido como nuevo Estado. Pero (aquí la trampa) debería ser aceptado de manera unánime por todos los estados integrantes, esto es, que bastaría la negación de uno de los constituyentes para vetar al nuevo aspirante.
Llegados a este punto, y si interpreto correctamente, los constitucionalistas españoles no deberían aplaudir. En efecto, si Cataluña (o Euskadi, o Flandes, o Escocia) se independizaran, España votaría concienzudamente en contra, obstaculizando (como ya pretende hacer respecto a Escocia) la entrada de nuevos miembros segregados, tanto más si estos miembros los ha controlado a su antojo durante centurias.
Siendo así, la lógica del problema no está en la Unión Europea, sino en España. No es Barroso quien se opone, no es Bruselas. Es Madrid quien, malinterpretando los tratados de la Unión, cree tener patente de corso para continuar haciendo del Principado lo que quiera; y también, por lo que parece, de otras naciones que sin tener nada que ver con España se abren ya paso. Todo por mantener la integridad territorial.
¿Podrá España oponerse siempre a un contexto en el que Europa tiende la mano a la regiones cada día más? ¿Podrá oponerse a la lógica histórica en que hay naciones que se dividen, se unen y otras y renacen otras nuevas? ¿Podrá sostener estructuras estatales eternamente cerradas? ¿Podrá garantizar una cierta estabilidad democrática centrada en los deseos ciudadanos? ¿O será por contra un Estado odiado por todos aquellos que aspiran a tener algún día voz y voto propios? Todo esto no hace sino corroborar lo que los catalanistas afirman: que España será siempre su enemiga, dentro y fuera de ella. Y eso no es digno de aplauso para nadie. Aunque nos intenten convencer medios afines.