EN Euskadi, la cuestión política se sigue caracterizando en los últimos tiempos por encontrarse en una situación de enfrentamiento extremo, persistente y sistemático, aunque, afortunadamente, vamos saliendo lentamente del rechazo, del odio y de la hostilidad manifiesta anterior. La retórica voluntad de acuerdo, unánimemente proclamada es aún teórica, salvo contadas y honrosas excepciones. Partiendo de la premisa de que las normas de convivencia deben ser acordadas para que arraiguen, la disensión en el debate y el enfrentamiento de posturas ideológicas en nuestra plural sociedad son una formidable riqueza siempre que encuentren sus límites en el reconocimiento y el respeto a las personas y a las normas democráticas.

Es sabido que los más utópicos y los más esencialistas, aquellos que sostienen malvadas falsedades o dañinas necedades basadas en mitos y tabúes, son los menos pero indudablemente son los que hacen más ruido. Estoy convencido de que, dejando de lado la correspondiente proporción de psicópatas adjuntos, si estos aguerridos doctrinarios tuvieran sus facultades mentales a la altura de sus convicciones ideológicas otro gallo nos cantaría. Da la sensación de que los unos tienen nostalgia de democracias orgánicas de los tiempos del caudillo y los otros de preprogramadas, presionantes y exaltadoras democracias directas, asamblearias, o sea, tuteladas; con soflamas y postulados viejos que Lenin ya denominó como socialchovinistas (socialistas de palabra, chovinistas de hecho).

Muchos extremistas forman parte de partidos que hoy ostentan parcelas de poder. Cualquiera que sea capaz de observarlos, con ánimo mínimamente objetivo, se dará cuenta de que tienen amaneramientos similares: se envuelven en la bandera patriótica (sentido patrimonialista exclusivo) cerrando filas ante cualquier problema y, a la menor crítica, enseñan su verdadera faz mafiosa, mostrando unas acciones que no casan con su retórica plagada de trampas. Su persistente actitud prepotente, sectaria, intolerante y exclusivista (mostrada en su constante aversión al diálogo), la cobardía para admitir los errores propios y responsabilizarse de sus actos, ergo... nunca enmendarlos, son negativos rasgos comunes. Son incapaces de afrontar y gestionar los problemas graves ellos solos, como evidencian los hechos y tal como acaba de confesar Laura Mintegi en una sincera y rara declaración política, elogiable si no descargara su responsabilidad en los demás y si viniese seguida del esfuerzo en el acercamiento, en la necesaria implicación, en el diálogo esencial y en la voluntad de cesión compartida (todos cedemos) en aras de una, si no cordial, al menos, respetuosa convivencia.

El borrador del Plan de Paz y Convivencia, que comenzará a debatirse en el Parlamento y que contiene unos mínimos éticos asumibles por cualquier persona que crea en la democracia y en los derechos humanos fundamentales pondrá pronto a prueba su rechazo al hasta ahora acreditado relativismo moral del que han hecho gala durante tanto tiempo. Así sea.

En un país con escaso criterio y poca exigencia política y personal, triunfan los demagogos, los impostores retóricos, los intransigentes camuflados de profundos demócratas; los que no quieren escuchar críticas, los incendiarios extremistas que practican la oratoria testicular y la soflama epopéyica desde la radicalidad más impune. Los unos forman parte o apoyan a los que hoy gobiernan España con mayoría absoluta y, por lo visto, sin importarles lo más mínimo las críticas a su cinismo compasivo, a su política trincheriza, a su caminar de jumento con orejeras y las fundamentadas quejas del resto de partidos sobre asuntos procedimentales básicos que estimábamos asumidos por todos.

Los otros gobiernan la Diputación guipuzcoana y en un gran número de ayuntamientos, evidenciando métodos, maneras y hábitos adquiridos en la voluntaria y excitante clandestinidad vivida e incapaces de desasirse de la inercia generada en tantos años de vana violencia y de omertá.

El actual desencuentro vasco no es una fatalidad estática inmutable sino una necia táctica interesada. El determinismo histórico no cuadra con la mentalidad dinámica de los vascos. Los que tenemos fe en el encuentro político, social y personal como método de convivencia adecuado sabemos que resignarnos y no empujar para romper el nefasto estancamiento en el enfrentamiento es una postura que asegura fracasos colectivos, encadenando y acumulando más innecesarios amargos episodios.

Agrupar y armonizar los diversos ruidos políticos de nuestro país y convertirlos en una música social eficaz es un objetivo deseable y alcanzable siempre que utilicemos más la mollera y menos las tripas. Si al pensamiento reflexivo y sosegado logramos sumar la pasión, la energía y el tesón que nos caracteriza, tirando todos del cabo de sirga que empuja esta nao, nuestra efímera vida podría ser más llevadera, digna, gozosa y próspera. Para ello es necesario desechar ídolos, mitos, errores, falsedades y esquemas puristas, maniqueos o simplistas, que casan bien con la mecánica de los sentimientos, las emociones y las pasiones pero no tanto con la serenidad, la frialdad, la racionalidad y la reflexión necesarias para asumir la realidad y hacernos cargo de ella con la mayor tolerancia.

El ser humano es muy complicado y los principios y valores que cada colectividad social asume de manera natural, incluso su particular sentido del humor, dependen de su cultura. Los vascos somos un pueblo tan exótico que, curiosamente, confiamos hoy en nuestro porvenir. Las últimas encuestas han puesto de relieve que los vascos afrontamos con optimismo nuestro futuro a pesar de las desfavorables circunstancias del entorno y de la complicada coyuntura que en el ámbito económico se ven y se prevén. Esta fe o confianza de los vascos en nuestro futuro está basada, a mi entender, no solo en la competitividad de su peculiar tejido industrial, también en el afán generalizado del ciudadano vasco de participar activamente en su presente sin dejarse arrastrar, planteándolo desde la convicción de que la pluralidad vasca es una riqueza. Al parecer, el vasco estima que, dada nuestra proverbial heterogeneidad, tenacidad y energía, si estamos agrupados, actuamos con prudencia, con paso de buey, con buena voluntad, sin fanatismos sectarios y sin gregarismos estúpidos, podemos confiar en nuestras fuerzas y capacidades para afrontar con optimismo realista nuestro porvenir.

Estos sondeos nos indican que los vascos no solo no renunciamos a nuestro pasado, sino que hemos aprendido lecciones históricas prácticas de él. Que, contrariamente a lo que sucede en el resto de España, no estamos instalados en el pesimismo generalizado que podría derivarse de la actual situación. Debe ser otro rasgo, hasta ahora desconocido, de nuestra pintoresca y dinámica identidad, siempre capaz de cambiar a mejor, ignorando o sin atender los célebres y, a menudo, acertados Principios de Peter o de Murphy.