NO sé si fueron un millón seiscientos mil o menos. Lo cierto es que fueron muchos, muchísimos, los catalanes que el pasado día 11 se echaron a la calle para enlazar sus manos y conformar, de cara al mundo, una cadena por la independencia de Catalunya.

A las diecisiete horas y catorce minutos -como símbolo de su fecha fatídica de integración forzada en el Estado español (1714)-, la sociedad catalana volvió a exigir el derecho que le asiste a decidir su futuro. Libremente. Democráticamente. En paz.

Nadie habría pensado hace unos años que la reclamación de un Estado propio para Catalunya tuviera tanto soporte social. Pero el independentismo, la voluntad de segregación del Estado español, se ha multiplicado exponencialmente en tan corto plazo incentivado por la pertinaz negativa de los poderes de dicho Estado a profundizar en la posibilidad de una convivencia pactada y voluntaria entre España y Catalunya.

El cepillado del Estatut, tras el compromiso incumplido del presidente español de respetar la voluntad del Parlament y la posterior sentencia del Tribunal Constitucional desnaturalizando el contenido del texto, sumado a la acuciante necesidad de actualizar las herramientas económicas del autogobierno -no asumidas- han servido de levadura social para que el independentismo haya prosperado hasta niveles irreconocibles de mayoría ciudadana.

Cerrada la puerta de la convivencia pactada, España ha abierto de par en par la expectativa a Catalunya de buscar un proyecto separado, un Estado propio. Y eso, responsabilidad última de quien no ha dado más alternativa, se ha convertido en una movilización social, no en una confrontación entre partidos políticos. Es por todo ello por lo que da sensación de que, traspasada la línea de que ningún acuerdo político se cumple, se hace insoslayable abordar, de una manera civilizada, el desenlace de esta imparable vocación de divorcio. Ni el nacionalismo catalán ni el nacionalismo español van a tener más remedio que aceptar el arbitraje de la voluntad popular expresada libre y democráticamente. Quien pretenda abortarlo sufrirá las consecuencias. El centralismo estatal sufrirá aún más desarraigo en Catalunya. Y el catalanismo que busque nuevas fórmulas intermedias será, previsiblemente, fagocitado por la impaciencia de una ciudadanía movilizada por el descrédito, el hartazgo y el menosprecio con el que se sienten tratados por España.

Me temo que Catalunya y España han llegado a un punto de no retorno. No quiere decir esto que el independentismo resulte victorioso. Apostar por un Estado propio desde el sentimiento, desde el corazón, es una cosa y enfrentarse con una nueva realidad no gratuita, es decir, que en lo personal pasará factura a todos, es otra muy distinta. El corazón puede impulsar emociones. Pero cuando los anhelos tengan un precio efectivo que repercuta directamente en la condición de vida de cada cual, las decisiones serán más meditadas y contrapesadas.

No quiero decir con ello que los independentistas renuncien a sus ideas en el último minuto por conveniencia. Ni que los catalanes vayan a actuar por el estereotipo que de ellos existe. La reflexión es aplicable en todas partes. También aquí. La sociología o el movimiento social puede indicar que existe una amplia mayoría dispuesta a apoyar la independencia de una realidad nacional, pero llegado el momento de la verdad y conocidas las consecuencias directas que su decisión comportaría (que deberá pagar un precio por su decisión), seguro que esa mayoría sufriría bajas. Y no pocas.

Esa reflexión debe tenerla en cuenta todo nacionalista que crea firmemente en sus ideas y las quiera llevar hasta el final. Porque en esa dosis de realismo, de practicidad, nos encontraremos no ya en un debate teórico sobre independencia sí o no, sino en los prolegómenos de un ejercicio real de la autodeterminación.

El desencuentro catalán con el Estado necesita un desenlace. Quien no quiera verlo incrementará la fractura existente y alimentará el desapego entre comunidades. No hay duda de que la solución a este conflicto mantiene incertidumbres (integración europea, balanzas económicas entre partes...), pero lo que nadie pone en tela de juicio es que la sociedad catalana tiene la suficiente madurez para enfrentarse al estrés de una consulta vinculante que determine su futuro político.

Aquí, en Euskadi, algunos sostienen el espejismo de aplicar miméticamente la misma fórmula de arrastre social. Y no caen en la cuenta de que tenemos problemas acumulados que nos impiden emular la Vía Catalana. En primer lugar, este país viene del desgarro social padecido por decenios de violencia terrorista (un horror que afortunadamente Catalunya no ha tenido la desgracia de soportar). El sufrimiento generado por ETA y su entorno durante años ha creado anticuerpos en el imaginario de miles de vascos que han asociado la destrucción de la violencia a los ideales nacionalistas. Y ese lastre necesitará de años de nueva convivencia. Nueva convivencia y confianza política que teja voluntades de colaboración y trabajo político común.

Por si esta primera diferencia no fuera suficiente, existe, en nuestro caso, un segundo condicionante. Independencia vasca ¿de qué sujeto político? ¿De la Comunidad Autónoma Vasca? ¿También de Navarra? ¿De los siete herrialdes? ¿El derecho a decidir solo es aplicable al conjunto del territorio o cada uno, y específicamente en el caso navarro, debe garantizarse su respeto?

Catalunya también posee un dilema de territorialidad, pero allí, la configuración de los Països Catalans es una cuestión aparcada y pactada políticamente, lo que aquí no acontece.

Y, en tercer lugar, aunque en este caso nuestra singularidad suma a nuestro favor, Euskadi tiene, en su margen de autogobierno, herramientas de Estado que Catalunya no dispone. Se trata del menoscabado por algunos Concierto Económico (Convenio en el caso navarro), estructura básica de política económica que nos permite aventurar la solvencia financiera de Euskadi a nuestra exclusiva responsabilidad de gestión.

Euskadi y Calalunya tienen caminos diferentes aunque, en lo básico, en lo teórico, el problema que tienen planteado, el reconocimiento pleno de su capacidad de autogobierno y su ejercicio práctico, se vislumbren puntos de enfoque similares. Ahora bien, quien pretenda hacer un calco de estrategias se equivocará de manera notable.

En Catalunya, la movilización es reactiva y una parte del independentismo de hoy ni tan siquiera es nacionalista. Se confiesan independentistas porque se sienten abandonados y castigados por España.

En Euskadi también se asienta esa percepción, pero nuestra fragmentación política y la falta de un concepto "nacional vasco" en parte de las organizaciones partidarias y sociales que actúan como delegaciones estatales, nos obligará todavía un tiempo a trabajar para consolidar una opción mayoritaria de corte autodeterminista. Ahora bien, en nuestro favor, aún tenemos la capacidad de buscar, gradualmente, nuevas estaciones de tránsito en las que elevar el autogobierno hasta cotas asimilables a la estatalidad. Nuevos estatus que nos acerquen a la estación término. Un destino, dentro del marco europeo occidental, que sea el reflejo inequívoco de lo que quiera y desee decidir, libre y democráticamente, la ciudadanía vasca.

El Gobierno español y las fuerzas políticas de oposición deberán asumir con valentía el desafío. Quien mire para otro lado no resolverá el problema. Al contrario, lo precipitará. Perseverar en la recentralización o amagar con medidas contundentes alimentará la vocación secesionista. Lo teórico empieza a ser práctico. Está pasando ya. Aunque Rajoy lo ignore. Como dijera Galileo; "Eppur si muove".

Convivencia -vivir de común acuerdo-, separación amistosa o divorcio, son las alternativas. Elijan vía. Los catalanes ya lo han hecho.