COMENZABA Gila uno de sus más famosos monólogos irrumpiendo en el vestíbulo del hotel con la pregunta "¿Hay algún asesino suelto por ahí? ¿Alguien tiene un cuchillo ensangrentado en el bolsillo?...", en clara parodia a las poco creíbles resoluciones de los crímenes en las series de detectives que inundaron la pantalla durante las últimas décadas del siglo XX con los Kojak, Colombo, McCloud y Banachek, cuya función no era otra que la de persuadir a las mentes adultas de que alguien en la policía velaba eficazmente por su seguridad, como los héroes del cómic Superman, Spiderman, Batman y la Masa subsanaban en las cabezas infantiles los temores derivados de las primeras dudas albergadas por el resquebrajamiento de la todopoderosa figura paterna. En sus capítulos bastaban dos indirectas para que los sospechosos se vinieran abajo y cantaran ópera esclareciendo todos los detalles allí donde no llegaba el ingenio del guionista para ponerlo en boca del personaje principal.
Lamentablemente, mientras el humor para ser debidamente entendido tiene que flanquear el obstáculo de la inteligencia, la estupidez tiene acceso directo a nuestra psique desde donde hace auténticos estragos indistintamente del nivel cultural alcanzado por el individuo y hasta de su coeficiente de inteligencia natural.
Desde hace meses vemos cómo evoluciona el que hemos dado en llamar caso Bárcenas para que uno pague por todos: se tardó lo suyo en poner en custodia al sospechoso; se tardó aún más en intervenir cuentas; y todavía no se ha ordenado el registro ni de su propiedad ni de su lugar de trabajo que no es otro que la sede central oficial del Partido Popular en la madrileña calle Génova. Ahora, después de que casi por vergüenza el juez Ruz requiriese la entrega de los ordenadores manejados por el extesorero del PP, resulta que estos han sido destripados de sus respectivos discos duros, poniendo en práctica literal lo del borrón y cuenta nueva que, como ha dicho el portavoz de la formación popular, es proceder habitual en asuntos informáticos.
Muchas son las hipótesis esgrimidas al objeto de explicar tan ingenuo tratamiento por parte de los tribunales dando primero tiempo suficiente al sospechoso para desplazarse por toda la geografía española y de medio mundo eliminando pruebas; dejándole después libertad legal absoluta para efectuar cuantos movimientos económicos y fiscales fueran menester para ocultar la ingente fortuna ilegalmente acumulada y más tarde permitiendo hasta la fecha que tanto el sospechoso como su familiares y allegados limpien su casa de pruebas que pudieran incriminar así como al Partido Popular y sus más fieles colaboradores hacer lo propio en sus instalaciones.
Una de estas hipótesis señala a la lentitud de la justicia, que es tanto como decir que la planta conocida como adormidera tiene la propiedad de dormir no aportando gran cosa a la cuestión. Otra hipótesis algo conspiranoica apunta a cierto acuerdo económico millonario entre la parte mangante acusadora y la parte mangante acusada, a la que doy menor crédito por ser muy verosímil.
Me inclino, sin embargo, porque, como cualquiera que haya visto reblandecido su corazón con Heidi y Marco y su cerebro con aquellas series de detectives -y el juez Ruz no iba a ser la excepción- nuestros más altos representantes de la magistratura, pese a su sólida formación académica y prestigiosa carrera profesional, se ven inconscientemente empujados a esperar de todos los culpables una confesión voluntaria cuya tardanza se demora en el tiempo pero nunca llega a hacer desistir a sus señorías por que siempre, siempre, siempre, tarde o temprano, los delincuentes acababan derrumbándose en la interminable secuencia de capítulos del caso. La idea, cierto, es absurda donde las haya, pero está en la base de no menos absurdo proceder (o procesar) que más que cauto, prudente, lento o garantista, parece a ojos de la población generoso, colaborador y hasta cómplice con el acusado.