La casta política
El uso que se está haciendo de los partidos en muchos países ha desvirtuado su función. En todas las sociedades existe una minoría gobernante, pero lo que diferencia un Estado democrático de otro que no lo es radica en cómo se conforma esa minoría
LOS partidos políticos son una garantía para la participación de ciudadanos y ciudadanas en la actividad política. Es una fórmula razonable que a quienes no tienen personalmente medios económicos suficientes para dedicarse a la política les permite agruparse e intervenir en la misma. Ayudan a democratizar la acción política, y permiten la participación de todas las personas en condiciones más cercanas a la igualdad.
Pero, dicho esto, es claro que el uso que se está haciendo de los partidos políticos en muchos países, y singularmente en el Estado español, ha desvirtuado su función y los ha convertido, y así lo percibe la ciudadanía, en obstáculos para una auténtica democracia.
En todas las sociedades existe una minoría gobernante. Pero la cuestión, lo que puede diferenciar un Estado democrático de otro que no lo es, está en cómo se conforma esa minoría que gobierna. Algunos la llaman élite, lo que hace pensar en personas especialmente preparadas para la función que desempeñan. Pero parece evidente que no es el caso. En este momento, la percepción social se orienta a pensar que quienes gobiernan ni son los mejores, ni lo hacen bien, ni responden a los intereses de la mayoría, ni ofrecen un futuro razonable. Las reacciones populares en Brasil, Turquía, Grecia, Egipto o España, por citar algunos casos, muestran esta desafección entre la base social y quienes ocupan el poder. Y esto merece un análisis.
Un dato a valorar es la expansión de la clase política, de las personas que viven de esa actividad. En el Estado, en un primer círculo, están los cargos electos al Congreso y Senado, Parlamentos autonómicos, Cabildos y Juntas Generales, alcaldes, concejales y parlamentarios europeos. Se cifran en alrededor de 445.000 personas, la mayoría de las cuales cobran un salario y tienen otro tipo de prebendas derivadas de su cargo. Ya de por sí su número, funcionalidad y dedicación tienen difícil justificación. Es el caso que España tiene más políticos electos viviendo de sus cargos que cualquier país de Europa, el doble que Italia o 300.000 más que Alemania, por poner ejemplos gráficos.
Pero no para aquí la enumeración. Se calcula, porque nadie quiere presentar datos claros, que hay alrededor de 4.000 empresas públicas, que dan trabajo a unas 520.000 personas. Muchas de ellas han accedido a dichas empresas por razón de confianza política, nombrados por esos cargos o partidos que están detentando el poder en cada momento. Por poner ejemplos, los diputados en Madrid del PSOE y PP tienen derecho a un asistente por cada dos. Cada parlamentario europeo, a dos asistentes. A ellos hay que añadir los cargos de libre designación. Cualquier ayuntamiento o institución que se precie nombra asesores para las más variopintas cuestiones. ¿Por qué no se exige que se haga público cuántos y quiénes son, sus funciones y sus costes para la administración?
Pero no se para aquí la lista. Hay en el Estado 50 televisiones públicas. ¿Cómo se nutren sus cargos directivos y muchos de sus contratados? Y luego están los partidos, con sus estructuras de liberados. Y las fundaciones de esos partidos con sus contratados. No es extraño que en diferentes posiciones dentro de esta tela de araña cada vez más extensa familias enteras estén ocupadas y se reproduzcan a lo largo del tiempo, incluso sucediéndose en los cargos.
¿Es esto una clase política o se puede denominar como casta? Porque el mérito de muchos y muchas de quienes llegan a detentar cargos de relevancia es el de pertenecer a esas estructuras partidarias y saber desenvolverse en ellas. No acreditan ni oficio ni beneficio, ni formación ni capacitación. Pero están en el lugar oportuno para acceder al poder. ¿Es extraño que todas estas personas quieran que el sistema no se modifique un ápice? ¿Puede sorprender que se baraje el dato de que 10.000 personas en España estén aforadas por razón de sus cargos?
Para sostener este esquema, se defiende una argumentación no por simple menos dañina. Primero se identifica sistema democrático con sistema electoral. Hay democracia porque se puede votar y elegir. Luego se establece un sistema electoral de listas cerradas. Y por fin se elimina cualquier responsabilidad política en relación con lo que se promete y lo que se hace en el ejercicio del cargo electo. Si se protesta, la respuesta es de manual. En la próxima elección vota a otros. O forma otro partido. Pero esto es prácticamente inviable, entre otros motivos por razones económicas.
Los partidos políticos, para subsistir y mantener todo este sistema y organización, viven de los presupuestos generales en la medida en que reciben subvenciones electorales y sus cargos electos pueden donar parte de sus percepciones. Pero eso no llega para nada. Por eso, la inmensa mayoría están endeudados con la banca y en consecuencia responden a sus intereses. No hace muchos meses, una publicación afirmaba. "Estamos dispuestos a dejar caer al PSOE. Advierten a Rubalcaba de que, si extiende a toda España las expropiaciones de pisos, no renegociarán la deuda del partido". Luego están las donaciones de terceros. Que casualmente son en buena parte empresas que realizan contrataciones con la administración. Y las canalizan por medio de fundaciones u otros caminos peculiares.
Así se va construyendo una estructura política que cada vez es más profesional y depende más de los poderes económicos y financieros. Y esto no es teoría. "?alguien debe ocupar el lugar de los gobiernos y los negocios parecen que deben ser las entidades que lógicamente lo hagan" (David Rockefeller, febrero de 1999). "La nación-estado como unidad fundamental de la vida organizada del hombre ha dejado de ser la principal fuerza creativa. Los bancos internacionales y las corporaciones transnacionales son (ahora) actores y planificadores en los términos que antiguamente se atribuían los conceptos políticos de estado-nación" (Zbigniew Brzezinski, cofundador de la Comisión Trilateral con David Rockefeler). Brzezinski también dijo en 1991 que "la soberanía supranacional de una élite intelectual y de banqueros mundiales es sin duda preferible a la autodeterminación de las naciones practicada en los siglos pasados".
¿Puede extrañar que el ministro Luis de Guindos haya trabajado para Lehman Brothers? ¿O que dos políticos que han sido primeros ministros de Grecia e Italia sin ser elegidos, como Papademos y Monti, tengan las mismas vinculaciones? Papademos fue exgobernador del Banco de la Reserva Federal de Boston, vicepresidente del Banco Central Europeo, miembro de la Comisión Trilateral y exgobernador del Banco Central de Grecia cuando con la activa ayuda de Goldman Sachs se falsearon los datos del déficit público de Grecia. Mario Monti ha sido exdirector europeo de la Comisión Trilateral, exmiembro del equipo directivo del grupo Bilderberg y asesor de Goldman Sachs. Y qué decir del presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi, que fue vicepresidente para Europa de Goldman Sachs.
Y luego está la corrupción que aparece en torno a las estructuras de partidos y a las instituciones que estos gobiernan. Se transmite la idea de que con el acceso a un cargo público, se puede actuar sin control y en beneficio de propios y amigos. A veces, hasta de forma tan descarada que parecen absurdos los comportamientos, por fáciles de comprobar.
No se trata de cambiar el voto de unos a otros. Se trata de plantearse en serio si esta forma de hacer política, este sistema de participación política, se puede sostener sin que dinamite absolutamente las llamadas democracias occidentales donde estamos encuadrados.
Si la casta política no se va a mover, y a la vista está, que no extrañe que cada vez más personas se enfrenten a esta situación. Máxime cuando los partidos y gobiernos, plegados a los intereses económicos, están reduciendo la calidad de vida, las posibilidades de acceso al trabajo y, en general, la llamada sociedad del bienestar.