LA actualidad política, impregnada de fraudes electorales, promesas incumplidas y corrupción, representa un arriesgado abismo, un particular momento en el que la credibilidad de la política es casi nula. De qué sirven los análisis ceñidos y precisos de la ética de Aristóteles o de Kant, las aportaciones de Stuart Mill o la avalancha de referencias morales a Voltaire o Cocteau, si finalmente la ciudadanía se ve sacudida y asfixiada por las decisiones del poder financiero. Europa, falsa tierra de igualdad y de libertad, no puede sentirse orgullosa de sus instituciones democráticas ni de su supuesta libertad si millones de trabajadores, desempleados y pensionistas, y un número no menor de pobres, están siendo privados de sus derechos más elementales.

La política, tan barnizada y sutil como las figuras de porcelana de Lladró, sigue siendo hoy una asignatura pendiente. Sus construcciones ideológicas tienen como función legitimar su praxis, pero no buscan, como lo hacen las religiones, la referida legitimidad en un acto originario fundacional de origen divino y, por tanto, incontestable, sino en un futuro que se ha de producir, es decir, en una idea a realizar. Esta idea posee supuestamente un valor legitimante porque representa una propuesta tendente a la universalización del bienestar humano. Sin embargo, el futuro, esto es, lo que todavía no ha acontecido ni hay garantía de que realmente suceda, no es razón suficiente como para confiar en un proyecto político. De hecho, las promisorias predicciones del liberalismo, del comunismo y del socialismo no se han cumplido ni existen indicios de que se vayan a cumplir.

Las ideologías, insuficientemente fundamentadas, suponen que una verdad relativa, puesta incluso fuera de contexto, puede transformarse en una verdad universal instituyente. Así, las ideologías convierten sus creencias en dogmas que, lejos de producir verdades operativas y fiables, suministran vanas esperanzas. Sin embargo, a diferencia de las religiones, sus dogmas, hasta los que parecen sustanciales, son paradójicamente modificados. Sirva de ejemplo la siguiente revisión histórica. Los socialistas, superando su antagonismo histórico con los empresarios, transformaron su visión de la propiedad privada de los bienes de producción, articulando un nuevo modelo de relación, mucho más armónico, entre el poder empresarial y los trabajadores, de tal suerte que la empresa privada se constituyó en un agente social necesario para la consecución de una sociedad justa. Aprovechando tal renuncia, los liberales se inventaron las clases medias, sin tener ninguna base real más allá de su interés en fragmentar la clase trabajadora, sobre la base de una pequeña diferencia del poder adquisitivo, cuyo objetivo no fue otro que el debilitamiento de la lucha de clases. Ambos hechos no representan la muerte de las ideologías, tan celebrada por Daniel Bell, sino su asesinato. En este sentido, es comprensible que mucha gente crea que el liberalismo, el comunismo y el socialismo son la misma mierda. Por tanto, el socialismo, que es por lo que uno apuesta, no puede basarse en creencias ni en futuros prometedores, sino en la fuerza racional de los valores, en la efectividad del proyecto basado en pruebas y en la previsión de los resultados.

Hasta Popper, que a Keynes lo consideraba un poco rojo, pensaba que solo es de fiar el político que pierde dinero. Y es que en cuanto los políticos caen bajo la influencia hipnótica de los atractivos favores que el poder procura, cínicos y codiciosos, se lanzan a una carrera impetuosa que tiene por premio el enriquecimiento inmoral e incluso ilegal. Tal ambición exige, no obstante, una cierta sumisión al poder financiero y empresarial, que a cambio les demanda emprender las reformas estructurales que solo a ellos benefician. Así, los partidos gobernantes se ven obligados a implantar mediante sucesivos recortes sociales y laborales, cegatos y poco populares, la mística de un mundo feliz para los ricos, pero que enoja a la mal llamada clase media y a los trabajadores, desanima a los desempleados y asusta a los pensionistas. Y es que estamos asistiendo, a nivel europeo, a una peligrosa reanimación de las dos Españas, solo que esta vez, una de las dos, la financiera, ha de helarnos a la mayoría social, no solo el corazón, sino los salarios, las prestaciones por desempleo y las jubilosas pensiones. En fin, llegado a este punto, las aspiraciones de los seres humanos ya no pueden ser satisfechas por los partidos políticos tal como están hoy día formulados, pues cualquier iniciativa resulta sospechosa, dado que la sociedad que ellos quieren construir no precisa de la ciudadanía ni está pensada para ella. En la práctica, no hay izquierda ni derecha, tan solo existe la afortunada minoría que está arriba y la desdichada e inmensa mayoría que está abajo. Vamos, que al igual que en el sistema de castas de la India, Europa está llena de dalits o intocables.

La actual democracia, por su parte, es una gran estafa en la medida en que la soberanía popular ha sido sustraída por sus representantes, aunque cada cuatro años se pueda elegir al dictador de turno. La democracia no es otra cosa que una realidad hurtada por las élites económicas y políticas en provecho propio, una realidad maltrecha que urge revisar y rescatar. La democracia europea está dominada por los mercados financieros y por una casta política sin convicciones, oportunista y corrupta en ocasiones, que se limita a persuadir a sus electores, mediante una sugestiva puesta en escena, para sumar votos, haciendo de la democracia una mera política de escaparate. En fin, existe tal desfase entre las especulaciones ideológicas, la inoperante praxis de los partidos políticos y las dramáticas desigualdades, que la única fuerza capaz de cambiar esta injusta realidad no es otra que este romanticismo desbocado que representa la ciudadanía sufriente e indignada. Cada palabra tiene sus consecuencias, cada silencio, también.