BASTA con echar un vistazo a Europa para comprender que monarquía y democracia pueden convivir. Lo mismo que república y democracia no siempre son dos caras de una misma moneda. Hay repúblicas democráticas y dictatoriales, y lo mismo sucede con las monarquías. Dicho lo cual, no deja de ser paradójico que una democracia conviva con una monarquía. Las monarquías no son cuentos de hadas. Son élites, la mayoría de tradición machista en la sucesión, aristocrática en las formas y en el fondo por su idiosincrasia, mantenidas por todos nosotros para adornar la política y la imagen de país. Con eso sería suficiente para optar por una república. Si alguien nos dijese que la judicatura o la presidencia del Gobierno, o incluso la directiva de nuestro club deportivo tenía que ser hereditaria con prevalencia de los hombres en el orden de sucesión, que quien la ejerciese sería inviolable y no respondería de sus actos ante la ley, que su contabilidad no sería objeto de una ley de transparencia a menos que el propio interesado lo acordara, ¿lo aceptaríamos, pensaríamos que era democrático? La jefatura del Estado español, que conlleva la de los Ejércitos, reúne esas condiciones, y tiene como objeto mantener la unidad del Estado por encima de la voluntad de sus plurales territorios, con el lastre añadido de que su titular fue designado por el último dictador que gobernó en España y que la última república española fue abolida en un golpe militar. Con estos mimbres, no es de extrañar que quienes nos sentimos de izquierdas, seamos republicanos y lo recordemos, cuando menos, cada 14 de abril.

Hubo un tiempo en el que algunas izquierdas defendían su apoyo a la monarquía en base a un hipotético papel conciliador. No voy a discutir ahora su posición de hace 35 años, pero casi cuatro décadas después no puede seguir blandiéndose dicho argumento. Si admitimos que la democracia, con sus muchas limitaciones, es un hecho, no valen argumentos chantaje para hurtar el debate: ¿monarquía o república? Y la elección, que tan difícil, aunque no imposible, nos pone la Constitución española, deberíamos hacerla las y los electores, las y los contribuyentes que sostenemos cualquier forma de Estado.

En los tiempos que corren, es obvio decir que a los anteriores, sumamos argumentos coyunturales: Botswana, Corinna, Nóos-Urdangarín-infanta Cristina y el propio Rey, son algunos de los ingredientes de la última guinda. Por ahora, que al paso que vamos igual hay más cuando este artículo vea la luz. Es el Rey, que ya es suficiente para mosquearse, el único que constitucionalmente no responde de sus actos ante la ley. ¡Toma esa! Pero además, en la práctica, da la impresión de que tampoco sus cachorros, al menos eso cabría deducir tras saber que quien está para perseguir la corrupción, el fiscal anticorrupción, sale en firme defensa de la imputada infanta. Esa sensación de real impunidad resta credibilidad a la justicia y daña a la propia democracia. Este conjunto de motivos, y posiblemente cada uno de ellos por separado, habría hecho temblar gobiernos y motivado una cascada de solicitudes de dimisiones. ¿Por qué en este caso solo los republicanos confesos apuntan en esa dirección? El más osado de los pertenecientes a partidos mayoritarios ha pedido la abdicación del Rey a favor de su hijo, y ya ha sido motivo de escándalo entre tan sensibles mentes. Sin embargo, tan inocente solicitud, si hubiera sido escuchada, no habría solucionado el problema de fondo: la impunidad, el elitismo, la falta de elección y control que conlleva la monarquía. Los tímidos pasos que se proyectan respecto a la ley de transparencia son totalmente insuficientes. Pongamos que los sucesores, Felipe y Letizia, sean, hasta donde sabemos, los más honestos. ¿Han de ejercer por eso su oficio de por vida, y después sus herederos que no sabemos si en el innoble arte de amasar erario público saldrán más a sus padres o a otros parientes? Recordemos que todo esto tiene lugar mientras los españolitos de a pie sufren los efectos de una reforma laboral que ha conseguido hacer la lista del paro más larga jamás pensada. Vamos, que entre el bien pagado oficio real de por vida sin oposición ni elección haga las pifias que haga, y entre las generosas indemnizaciones que el PP prodiga a sus despedidos, al personal se le queda cara de mus cuando en su empresa le largan a la calle tras un ERE con unos pocos euros de indemnización fruto de una reforma laboral que nunca catarán en la Zarzuela.

Quienes somos republicanos de izquierdas hemos de esforzarnos por construir un proyecto nuevo y no una república anclada en esquemas pasados, ni tampoco una república revanchista. Donde no quepa que el dinero público vaya a parar a los bancos mientras se desahucia a familias que no pueden afrontar sus pagos. Donde no se sacralice el pasado de ningún color pero se restituya la memoria de los olvidados. Trabajamos por un republicanismo que fomente valores de solidaridad, tolerancia, justicia, libertad, equidad, sin dogmas ni prejuicios, sin centralismos de ningún tipo, que promueva una república con amplia participación ciudadana, en la que todos respondan igualmente ante la ley, y los mecanismos de participación y control ciudadanos pongan coto a la corrupción y al abuso del poder. El día después de la proclamación de la III República, Juan Carlos de Borbón sería un pensionista al que, igual que al resto de pensionistas, desearíamos que no le faltase nada para vivir dignamente. Pero sobre todo, ese día después, todas y todos seríamos un poco más iguales. La meta, a pesar de tantos ingredientes objetivos para visualizarla, no se antoja tan cercana como quisiéramos. Pero hace mucho que conocemos las palabras del poeta: caminante, no hay camino, se hace camino al andar. De cómo tracemos el camino, resultará el final de su recorrido.