Deuda pública y deudas privadas
NO es así como lo perciben muchos ciudadanos y buena parte de los medios de comunicación, pero decía no hace mucho Mariano Rajoy que España no estaba, ni mucho menos, al borde del apocalipsis. Ya me perdonarán, pero por una vez voy a estar de acuerdo con él. Es evidente que la situación económica es bastante problemática, pero los datos oficiales (y no solo los españoles que pudieran ser sospechosos de manipulación) obligan a matizar muy mucho algunas de las conclusiones que parecen haber calado en el discurso político. (Y en el discurso de los políticos).
Los datos y previsiones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) nos indican que el déficit público del Estado español fue en 2011 el 8,6 % del Producto Interior Bruto (PIB), inferior, por ejemplo, al de Estados Unidos, (9,7 %) y Japón (9,5 %) y similar al del Reino Unido (8,4 %), países cuya solvencia nadie pone en duda. Y sin referirnos a situaciones más angustiosas como las de Irlanda o Grecia. Visto que no cunde la alarma internacional respecto de déficits tan notables, cabría relativizar el dato y dejar de asumir acríticamente como objetivo casi único de la política económica el de la reducción del déficit a toda costa. Naturalmente, me responderán, lo importante no es solo un déficit que acaso esté reflejando una mera situación coyuntural, sino su tendencia a repetirse y la posibilidad de su financiación.
La OCDE quizá vuelva a sorprender a más de uno si tenemos en cuenta que en sus previsiones para 2012 y 2013, refleja que España seguiría teniendo un déficit inferior al de todos esos países (y similar al de Francia en 2013) y que se situaría este último año ¡por debajo de la media de la OCDE! (3,3 % frente a 4,2 %). No parece, pues, que estas previsiones den crédito a los profetas de catástrofes.
Si nos atenemos al capítulo de la deuda pública, los datos contrarrestan todavía más la sensación imperante; en 2011, la española representaba el 75,3 % del PIB mientras que la alemana era del 87,2 %, la francesa del 100,1 %, la de Estados Unidos del 102,7 %, la de Italia del 119,7 % y la japonesa del 205,5 %, nada menos. España se encontraba 20 puntos por debajo de la media de la zona euro (95,1 %) y 28 por debajo de la media OCDE (103 %). Recurriendo una vez más a las previsiones de tendencia para 2012 y 2013 (deuda española del 90, 9% del PIB), España seguiría (es cierto que con mucho menos margen) por debajo de ambas medias y tendría, teóricamente, margen para recurrir al crédito exterior, mayor margen que otros muchos estados respecto de los que nadie se plantea, ni por asomo, rescate alguno.
La conclusión es obvia; la situación de las finanzas públicas del Estado español, sin ser ni mucho menos óptima desde luego, no justifica la presión de los mercados ni las dramáticas medidas de ajustes, recortes e incrementos tributarios que el gobierno se está viendo obligado a adoptar, de mejor o peor grado. Rajoy tiene razón; esto no parece la antesala de la catástrofe.
¿Dónde está entonces el problema ? En la deuda privada. La deuda de particulares y empresas sí que supera ampliamente a la de sus homónimos en la mayoría de esos otros estados. Aparentemente, la incidencia principal del fenómeno debiera ser tan solo la de generar incertidumbre sobre la capacidad de la Administración Pública de financiarse a través de tan endeudados contribuyentes, pero existiendo el margen señalado estarían de más las alarmas.
Sin embargo, dos ingredientes incrementan exponencialmente la desconfianza: la elevada tasa de desempleo (la mayor de Europa), que no parece factible reducir sin medidas que impulsen el crecimiento, y la decisión política, no ineludible ni muchísimo menos, de hacer frente a algunas deudas privadas con el dinero público.
No es esta una opción inédita. No nos es muy lejana, en términos espaciales y temporales, la intervención pública (bajo diversas fórmulas) para salvar empresas industriales en crisis. Pero el fenómeno alcanza ahora una dimensión distinta.
No se trata ahora de evitar que desaparezcan sectores industriales enteros (minería, siderurgia, construcción naval...) a los que se confiere un cierto carácter estratégico, porque el sector financiero mantendría en cualquier caso competidores suficientes, con denominación de origen y sin ella, ni de salvar empresas concretas cuya desaparición tendría un efecto local muy relevante en determinadas zonas, porque esto explicaría alguna intervención pero no programas generales de la envergadura de los desarrollados. Se trata de una opción ideológica de política económica, sorprendentemente aplaudida hoy por quienes en época de bonanza consideraban anatema la intervención estatal y necesario dejar el campo libre a la ausencia de reglas o a la autorregulación.
Pero incluso el hecho de que existan precedentes no deja de suscitar numerosas cuestiones desde el plano ético.
En primer lugar, diversos autores han denunciado ya el riesgo moral de que tengamos que asumir todos las consecuencias de las decisiones erróneas de algunos a quienes no hemos conferido representación. No solo atenta contra la justicia (y más aún ante el espectáculo escandaloso de la impunidad o incluso el premio con que se recompensan los desmanes), sino que se elimina el incentivo a no cometer errores similares. Si la envergadura sistémica de mi entidad o la altura de mi posición en ella, garantizan que si sale mal tendré inmediatamente socorrista con flotador, ¿por qué no seguir apostando en el casino?
En segundo lugar, es una medida profundamente discriminatoria. Mientras el legislador se niega a modificar el Código Civil para permitir con carácter general la dación en pago liberadora del crédito, mientras el ciudadano, el autónomo y el pequeño o mediano empresario tienen que responder íntegramente de sus deudas y sufrir en otro caso consecuencias dramáticas incluso en negocios claramente viables y bien gestionados, otros agentes privados (que muchas veces han abusado de su poder en el mercado frente a los anteriores) se ven dispensados de hacerlo. Como sucede generalmente con las injusticias y las discriminaciones, estamos además ante una grave distorsión de la competencia.
No se trata, tan solo, de que con dinero público se haga competencia desleal a las entidades que no han tenido necesidad de ayuda, que también, sino de que la incertidumbre sobre la intervención pública y su alcance influye en las decisiones de todos los agentes y distorsiona la fijación de precios. Llama la atención que los tan activos en otros terrenos (horarios comerciales sin ir más lejos), tribunales de defensa de la competencia hayan callado como muertos hasta ahora y que lo que parecía un principio sagrado del liberalismo dominante haya desaparecido repentinamente del discurso económico.
La cuantía de las deudas que se asumen atenta finalmente, de forma relevante, contra la justicia distributiva, tanto entre clases sociales como (cuando hay ubicaciones tan concretas) entre zonas geográficas, porque se producen importantes transferencias de recursos. Dejaremos para mejor ocasión el asunto geográfico, que da para mucho, pero hagamos hincapié en que quienes han gestionado bien tienen que pagar a quienes han gestionado mal, y en que todos los ciudadanos, y en mayor medida quienes se ven privados de las ayudas sociales que precisan, financian de este modo a personas y entes con una, en general, menor necesidad. El mundo al revés: los pobres financiando bancos. ¡Y luego nos dicen que entre los jóvenes hay crisis de valores!