PARA entender un poco más lo que significa la condición humana, me voy a apoyar en Eugenio Trías. Sobre todo, cuando el autor mencionado nos afirma que hay algo específico en nuestra condición humana que deriva espontáneamente hacia una inclinación que la contradice permanentemente: "La conducta inhumana". Tan solo esto ya es un logro. Habernos percatado de la existencia de nuestra propia conducta inhumana encarna un avance para aliviar la contaminación de mala leche que inunda nuestra sociedad.

Una vez situados en esta plataforma de realismo y sinceridad, la nueva posición adquirida debería procurarnos la oportunidad de un despegue en pos de un renovado concepto de humanidad que nos devuelva la dignidad de nuestra especie. Por lo menos, y no sería poco, la que se nos ha esfumado entre los dedos de la vida. Pero, lejos de aproximarnos tan siquiera un milímetro a esta nueva meta, la leyenda negra del ser humano se ve constantemente acrecentada y alimentada por la inagotable cascada de hechos históricos, fiel reflejo de la crueldad desarrollada instintivamente, contradiciendo toda razón, lógica y sensatez, que presumiblemente poseemos. Aunque tal vez no estemos tan confundidos y la peculiaridad que nos caracteriza es la inhumanidad de nuestro comportamiento. Baste un pequeño repaso a algún hecho histórico relevante para darnos cuenta de que cuando unos ganan, los otros pierden.

Vamos a partir del supuesto de que cada hecho histórico encierra su propia memoria. O, dicho de otra manera, cada suceso, por insignificante que sea, es protagonista de la leyenda memorizada de sí mismo. Por lo tanto, si estamos atentos a las pistas que nos aporta el pasado, siempre advertiremos la huella de su invención. Por eso, acompañar a la historia en busca de nuestra conducta, consiste en dialogar con sus hábitos, con su enunciado, con su responsabilidad y con su aptitud. Da igual a qué tiempo pertenezca su discurso, porque el ser humano nunca ha sido diferente en sus vocaciones y condición, germen de su conducta. La misión del historiador, por otra parte, debe orientarse en el ámbito público conjuntamente con los hechos, buscando de ese modo una prudencia que de alguna manera evite los extremos por defecto y por exceso que contradicen la virtud, pero a la vez debe de huir de los discursos oficiales como medio de inspiración, o aspiración, exigiendo que su relato tenga como argumento la naturalidad de la condición humana o inhumana, según sea, claro. Por lo tanto, la historia debe ser explotada, habitada y colonizada en busca de los sucesos y argumentos para que, en definitiva, nos defina.

En esta ocasión la protagonista del diálogo histórico va a ser la música. La música es una de las manifestaciones más expresivas de la espiritualidad humana. En cada cultura, los signos de identidad más dinámicos y emotivos continúan perteneciendo a las melodías armónicas que la música va creando, ofreciendo e impregnando incasablemente durante el recorrido de su camino. Hasta tal punto influye en nosotros el ritmo que la escenificación de su contenido actúa como un activo resorte de solidaridad, que formula un tácito acuerdo entre individuos y colectivos humanos. Todo ello sin importarle ni lo más mínimo que su sonido se escuche en los más variados contextos sociales, políticos e incluso religiosos.

Por esto, interpretar la historia a través del papel jugado por el sentido del oído, escuchar el sonido de la vida en relación con la música, se debería considerar como un intento de aprehender el conocimiento inherente a la realidad común, o vivida (uno de los diálogos que la historia nos propone). Y, para ello, nadie más capacitado para esta representación de la realidad, que los compositores y rapsodas locales que alimentaron con su trabajo y sus canciones la monotonía de la vida. De manera que una vez que los dos sujetos mencionados intercambian y suman su saber, el resultado definitivo que nos ofrezca esta comunión nos muestre el inseparable enlace entre vida y música, entre hombre y artista.

Pero es importante que no olvidemos que el progreso de la humanidad -insisto, no importa en qué tiempo- camina paralelamente en compañía del conflicto. Esto es innegable. Pues bien, ni aún en estos períodos oscuros, ridículos y disparatados en que los seres humanos normalmente guerrean, -generando "la conducta inhumana" de la que nos habla Trías-, la música abandona al ser humano. Bien es cierto que antes del estallido de estos conflictos bélicos existe un contexto, un espacio localizado, donde se desarrolla un proceso evolutivo dentro del cual se establecen los bandos entre los que luego se enfrentaran los individuos, y donde siempre, mal que nos pese, se desarrollan las divergencias, los malentendidos intencionados, las envidias y los rencores, junto con las ilusiones, las esperanzas y los logros. Espacios y sentimientos, por otro lado, que alimentan y corresponden con sus propias composiciones musicales la historia de los pueblos. Melodías y susurros que enmarañan su sabiduría popular con los artistas que van desarrollando su arte en contacto directo con el ambiente socio-político-cultural que más inspiración les aporta.

En otras circunstancias sería complicado elegir a alguien con capacidades artísticas elogiables por su calidad. Pero durante la II República, aparte de los artistas oficialmente reconocidos, el elenco cultural era innegable y por eso, quizás, hoy tan poco reconocido, a causa del desprecio que nos causa todo esfuerzo cultural. Para señalar lo inhumano de nuestro comportamiento me voy a fijar en un artista menor, tan solo por la escasa repercusión que tuvo, y tiene, su obra en este país, particularmente debido a la prohibición de que esta se tocase durante el franquismo. Su nombre: Antonio José Martínez. Otro, entre los miles de fusilados y asesinados, del que, según algunos, nos tenemos que olvidar.

En 1936, las circunstancias vitales le llevaron hasta Burgos. La coyuntura burgalesa no se diferenciaba a las de otras ciudades de la península ibérica. Tuvo su ambiente prebélico que a la larga generó el caldo para el conflicto, evidenciando, una vez más, que los seres humanos somos idénticos en lo que se refiere a malograr la convivencia en esta estación de ida y vuelta, tan desaprovechada muchas veces, que se nos concede. Burgos -muy similar a lo que en Navarra sucedió- generó intencionadamente un bando perdedor que ni mucho menos se aproximaba al valor que le han dado las más de tres mil ejecuciones sufridas por un pueblo, en su mayoría trabajador, pero por interés desgraciadamente analfabeto.

Pues bien, como recordábamos antes, este escenario también tuvo su música de fondo. El pentagrama de la vida burgalesa lo rellenaba por aquel entonces Antonio José. Al frente del Orfeón, democratizó la música académica, adaptando el folclore del pueblo en los cancioneros. Arrinconó su anterior vocación compositora al ámbito de lo privado, sin abandonarla, pero convirtiendo en argumento vital y prioritario la educación musical del pueblo burgalés. Recorrió la provincia buscando la esencia de sus gentes y, a través de la musicalización de las cancioncillas de los pastores, de la gente del campo, de los trabajadores de entonces, fue construyendo un fenómeno sociológico que humanizó lo que las hordas de sicarios deshumanizaron posteriormente.

La gran virtud de Antonio José no fue otra, y no es otra, al margen de su indiscutible y acreditada calidad musical, como digo, que la capacidad para poner en conexión al oyente actual con la realidad histórica del pueblo. De una parte del pueblo. Todo lo cría la tierra; ¡Esto va güeno!; Agudillo; De tres manadas, gavilla; El molinero; Ay, amante mío; Yo sé cantar y bailar; La Tarara; Aquel galán que allí viene, son melodías todas ellas destinadas al coro de una provincia que deshumanizó la vida de un artista que había humanizado la música.

Ese coro de voces tenebrosas que sonó desde el púlpito del poder, confundió e instrumentalizó, con el terror, el miedo y la fuerza de la sinrazón, a un pueblo que ponía el ritmo, las sensaciones, el trabajo, la voz y la conformidad al servicio de unos poderes que no eran saciados nunca. Y esto fue lo que no toleraron a Antonio José y a otros muchos -sirva de humilde homenaje a todos ellos-, invertir su tiempo en culturizar, en humanizar al pueblo, que a la vez le completó como artista.

Sus melodías se componían a través de la realidad externa; luego, se conformaban traduciendo lo subjetivo; y, por último, pulsaban las notas de lo intrahistórico, como decía Unamuno. Y eso no se lo perdonó el egoísmo de una sociedad privilegiada que solo quería su música para sí. De forma, que prefirieron que no fuese de nadie. Y menos que por medio del pentagrama que estaba imaginando, democratizase el arte, humanizase la vida y desprivilegiase la música. ¿Conducta inhumana? ¿Justicia? ¿Asesinatos? ¿Debemos olvidar estas represalias para recordar a otras víctimas?