Algún medio periodístico que funcionaba pese a todos los indicios de inviabilidad fue rebautizado hace décadas como el abejorro, insecto que según todas las normas de la física no podría volar, pero vuela. Claro que por espacios cortos de tiempo, a muy baja altura y por pocos metros. Entre las líneas aéreas hemos visto cómo quedaba pegada a tierra la flota de Spanair, el abejorro catalán.

Ya nació torcido, quedándose por un euro la empresa homónima inicial, propiedad de la sueca SAS y de los empresarios españoles Gonzalo Pascual y Gerardo Díaz-Ferrán (el presidente defenestrado sigilosamente de la patronal CEOE tras la quiebra de todas sus empresas, entre las cuales estaban el grupo Marsans y otra aerolínea), y con el lastre añadido del terrible accidente de uno de sus aparatos en Barajas, en 2008, con un balance de 154 muertos. Sabemos ahora cómo ha terminado, con los vuelos abruptamente suspendidos, decenas de miles de viajeros con billete inútil, más de 2.000 trabajadores directos en la calle y la declaración de concurso de acreedores con unas deudas que, según quienes, sitúan entre los 300 y los 500 millones de euros.

Spanair (nombre que, por cierto, no tiene como referencia Spain, sino el Span (distancia entre punta y punta de las alas de un avión) fue el recurso que encontró la Generalitat como vía alternativa para conseguir que el aeropuerto del Prat fuese un hug (plataforma de rutas intercontinentales), y con la vista puesta en dos cambios: el de la propiedad del mismo aeropuerto, entre privatización y participación de las instituciones y las entidades económicas catalanas y la entrada de un socio internacional mayor.

Pero el hecho es que la históricamente alabada burguesía catalana y catalanista pasó mayoritariamente de entrar en el capital, salvo algunas excepciones como la del expresidente del Barça, Joan Gaspart, y lo mismo hicieron las entidades financieras, con La Caixa al frente, que no veían claro el proyecto, ni sus posibilidades de rentabilidad, a diferencia del caso de Cajamadrid, que sí ha entrado con fuerza en la deficitaria Iberia.

Los abejorros, en sus vuelos inverosímiles, suelen topar contra cualquier pared. Y Spanair no solo ofrecía las dudas claras sobre su futuro, limitada además en el 80 por ciento de la propiedad a capitales públicos (Generalitat, Ayuntamiento...), sino que tenía enfrente los obstáculos de otras competencias y poderes.

El poder, político español, a través de la empresa-monopolio Aena, finalmente no privatizada ni dividida por decisión de los últimos tiempos del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, ratificada más tarde por el de Mariano Rajoy, y con la ministra Ana Pastor hablando sin reparos de la necesaria conservación de la unidad estatal en el sector. Una Aena que hizo la inversión faraónica en la T-4 de Madrid-Barajas, que necesita ser único centro de vuelos de larga distancia para no constituir una ruina, y con la práctica exclusiva de la actividad de Iberia, otro rival gigantesco para el sueño catalán.

Si hay quienes discuten esa influencia centralista en las dificultades de Spanair para el despegue, nadie duda del fuerte golpe de la competencia (Vueling, filial de Iberia con sede también en Catalunya y presidida por el exministro Josep Piqué. Y Ryanair, del inefable Michael O'Leary).

Las dos low coast denunciaron Spanair a Bruselas por recibir ayudas públicas que, supuestamente, vulneraban las leyes comunitarias sobre la competencia. Y la Unión Europea abrió expediente, aunque el abejorro catalán no tuviera ninguna subvención, sino que se tratada de inversión de capital público (lo cual se ajusta a las normas europeas) y no fuera la irlandesa beneficiaria de subvenciones millonarias de la Generalitat para llevar turistas a Girona y Reus, bajo extorsión de abandonar los dos aeropuertos.

La amenaza de una exigencia de devolución de los 150 millones invertidos por la Generalitat -que en los tiempos que corren no podía seguir aportando más y más millones- se apunta como razón principal de la ruptura del pacto, ya prácticamente ultimado, para que Qatar Airways comprase la mitad del capital de Spanair, y le diera nuevas alas. Antes tampoco había entrado la segunda aerolínea china. Y, en todo caso, la Generalitat añadía que el contrato en petrodólares de inversores, no tontos, incluía cláusulas de indemnizaciones millonarias en caso de no llegar a un cierto nivel de beneficios.

Total, entre la imposibilidad de continuar lanzando millones al aire por parte de las instituciones públicas catalanas, la desconfianza -por los resultados, evidentemente justificada- de posibles inversores externos y las barreras nada sutiles de compañías competidoras, el abejorro del sueño aeronáutico catalán ha durado menos de tres años.

Vueling se disparaba en Bolsa y, juntamente con Ryanair y el Ministerio español de Fomento, han anunciado planes para contratar preferentemente, o recolocar, a los trabajadores afectados.

Y encima quedarán como salvadores de empleos.