EL viernes 29 de abril asistimos a un gran espectáculo de proyección y dimensión mundial: la boda del príncipe William de Gran Bretaña con Kate Middleton, convertida tras el consentimiento matrimonial otorgado por ambos en duquesa de Cambridge, distinción concedida por la reina Isabel II. Además, le ha otorgado a su nieto los títulos de conde de Strathearn y Barón de Carrickfergus. Alrededor de estos fastos festejos reales, cuyo coste se estima en más de veinticuatro millones de euros, se ha realizado un gran negocio con el que se ha tratado de rentabilizar al máximo la imagen de la pareja, creada por el famoso fotógrafo Mario Testino, que se ha insertado en productos de decoración y consumo. Ha sido un éxito como campaña de marketing. Las existencias se agotaron y la imagen de la Casa Real británica, con el retrato de la joven pareja, ha sido proyectada al mundo como símbolo de una monarquía renovada y joven.

Esta ha sido la primera boda real en la que se han utilizado las modernas tecnologías de comunicación: redes sociales, Facebook, Twitter, Youtube... para informar constantemente y en tiempo real sobre los movimientos y preparativos de la ceremonia, crear un ambiente de expectación y despertar la curiosidad e interés en los canales convencionales de información. El objetivo se consiguió plenamente, porque semanas antes del enlace raro era encontrar un medio audiovisual o escrito que no abordase los preparativos del enlace real en el Reino Unido

El plan de comunicación diseñado para la celebración avanzaba con el afán de depurar la imagen de la Casa Real británica, muy arraigada en tradiciones y costumbres arcaicas y hasta ahora situada lejos de la apertura a la modernidad y muy lesionada por los graves escándalos causados por algunos de sus miembros. La celebración les ha brindado la oportunidad de consolidar y salvar la institución monárquica de la amenaza que le acechaba. Seguramente, lo han conseguido.

Las campañas de comunicación, publicidad y marketing desarrolladas han obtenido un gran éxito dado que han logrado envolver y confundir a la sociedad británica y al mundo entero. Se dice que han seguido la ceremonia más de 2.000 millones de espectadores, atrapados por un falso sentimentalismo. Y se calculan en 124 millones de euros los beneficios obtenidos, además del reconocimiento para la Casa Real británica. Todo en este evento ha seguido un proceso cuidadosamente diseñado. La escenografía ha sido fundamental en el resultado de la producción de la ceremonia, así como en los actos previos y posteriores a la misma, desde la decoración, alfombras, tapices, flores y plantas, selección de la música y el tono y contenido de las intervenciones en la abadía de Westminster donde se celebra la ceremonia religiosa.

Como si de una obra de teatro se tratara, dio comienzo la función cumpliéndose rigurosamente el orden protocolario establecido, la llegada de los invitados, el cuidado del vestuario y complementos creados por grandes diseñadores, el adorno de las joyas y el desfile de las celebridades como si de una pasarela de moda se tratase. El espectáculo se reforzaba en la competición de elegancia entre los concurrentes. El lujo de las carrozas y los automóviles exclusivos fueron un detalle singular que completaba un escenario en busca de magia.

Como manda el protocolo y así se respeta por tradición y costumbre, el novio, el príncipe William, apareció con uniforme militar del regimiento irlandés al que pertenece. De testigo ofició su hermano quien acudió con anterioridad al cortejo nupcial con el fin de recibirles y atender a sus invitados de honor. Paulatinamente, se fueron sucediendo el resto de secuencias, todas estudiadas y controladas al segundo, al objeto de marcar y fijar el orden en la ceremonia. Así es el protocolo: una sucesión de hechos ordenados y coordinados en tiempo y espacio con el propósito de que todo se cumpla ordenadamente hasta el último detalle. La imprevisión no tiene cabida.

Cada uno de los 1.900 invitados tenían adjudicado su lugar para que se cumpliera la premisa del protocolo: un lugar adecuado para cada uno. Los diferentes miembros de las casas reales debían de ocupar un sitial de honor, inmediatamente después de la máxima dignidad presente, la Reina Isabel II, a la derecha del pulpito como lugar preeminente. La Reina fue recibida, de acuerdo al protocolo, por su hijo, el Príncipe de Gales. Todas estas ceremonias no podrían desarrollarse sin que previamente se hubieran cumplido las diferentes técnicas de ensayo, así como el control para su exacta ejecución. Al llegar el día señalado, el jefe de protocolo emitió la orden: "La función da comienzo". Y los protagonistas comenzaron a escenificar su obra, una superproducción estelar propia de la Metro Goldwyn Mayer, con una estrella vestida como si de una princesa se tratara, que lo será si su marido hereda el trono; pero esa es otra historia.

Esta boda ha dado en protocolo-organización lo máximo. Y en este ámbito ha sido un éxito. La producción ha vendido al mundo el icono del Reino Unido. Ha sido una inyección de autoestima para el pueblo británico y seguramente la corona se ha visto reforzada. Dejando aparte la valoración sobre la monarquía y sus déficits democráticos, quizás deberíamos aprender nosotros a vender mejor nuestras instituciones y nuestra cultura e historia.