CADA día veo con más claridad que una de las cosas más difíciles y más arriesgadas que hay en la vida, es la libertad de pensar. Pensar sin miedo, teniendo el coraje de soltar las amarras y las seguridades que nos proporcionan las autoridades doctrinales, con sus verdades incuestionables, sus dogmas, sus obediencias y sus absolutos, por muy absolutos que nos digan que son. Que nadie se asuste al leer estas cosas. No es mi intención fundar la asociación de relativistas sin fronteras. Lo que quiero dejar claro aquí es que la condición indispensable para que haya progreso, en todas las ciencias, en los saberes más diversos, incluidos los saberes religiosos, para dejar de ser meros repetidores de lo que otros dijeron en el pasado, la conditio sine que non es superar el miedo a pensar lo que quizás nadie antes se atrevió a pensar.
El día en que Copérnico tuvo la audacia de pensar que, a lo mejor, no era el sol el que daba vueltas alrededor de la tierra sino que la cosa era al revés, ese día, empezó a ser viable que, unos años más tarde, Galileo planteara ese mismo asunto no ya como una mera hipótesis sino como la tesis que revolucionó la ciencia (y sus seguridades) para siempre. Desde que, en 1962, Thomas S. Kuhn publicó La estructura de las revoluciones científicas, quedó claro que la ciencia no avanza por mera acumulación de datos y de información. La ciencia avanza cuando un paradigma, que hasta un momento dado se ha considerado válido, deja de serlo. A partir de ese momento, un nuevo paradigma sustituye al anterior. Pero, es claro, para que esto ocurra es enteramente necesario que haya personas que se atrevan a poner en cuestión lo que, quizá durante siglos, se ha dado como seguro y tengan la audacia de pensar que las cosas pueden ser de otra manera. Kuhn afirma que, en el campo de la ciencia, esto ha ocurrido durante siglos. Porque "la ciencia normal suprime frecuentemente innovaciones fundamentales, debido a que resultan necesariamente subversivas para sus compromisos básicos".
Pues bien, si esto ha sido así quizás toda la vida, ahora nos encontramos en una situación nueva que puede resultar tan prometedora como destructiva. La nueva revolución científica y tecnológica que entraña la informática representa un avance que pocos podían imaginar. Y, sin embargo, eso también es un peligro. Internet nos proporciona arsenales de datos y de información que nadie puede abarcar. Pero tan cierto como eso es que Internet dispensa a mucha gente de pensar. Es más fácil cortar y pegar. O sea, resulta más sencillo y más cómodo hacer propio y repetir lo que otros han pensado. Por eso, entre otras cosas, el mundo entero se va cubriendo más y más con ese inmenso manto oscuro al que ahora llaman el pensamiento único.
Todos nos creemos ingenuamente libres, cuando en realidad es ahora cuando estamos más controlados que nunca. Herbert Marcuse lo dijo ya en los años 60 del siglo pasado: "El totalitarismo no es solamente una uniformidad política terrorista, es también una uniformidad económico-técnica no terrorista que funciona manipulando las necesidades en nombre de un falso interés general". Nos han metido en la cabeza que, en economía, no hay otra salida que restablecer y mejorar (o sea hacer más fuerte) el sistema capitalista (y la economía de mercado) que está destruyendo el planeta y causando millones de muertos cada año. Nos han convencido de que, en política, el Estado de derecho se edifica sobre la democracia representativa, que, de hecho, consiste en que cada cuatro años depositamos nuestra libertad de decidir en manos de los intereses de un partido político al que defendemos con uñas y dientes incluso cuando nos roba descaradamente. Y para rematar la faena nos han dicho, por activa y por pasiva, que quienes van diciendo por ahí que otro mundo es posible son gente peligrosa y utópica que, más tarde o más temprano, terminan siendo los antisistema, los "violentos", a los que hay que mirar con recelo o con desprecio. Mientras tanto, la religión, con la cabeza mirando hacia atrás, insiste ante sus fieles, en que lo más necesario, en estos tiempos de pecado y secularismo, esta religión que se queda más sola cada día, no tiene otra ocurrencia que someter el pensamiento a los guardianes de la tradición. Porque sólo ellos tienen acceso al significado exacto de los textos que nos dan, ya pensado, lo que tenemos que pensar. Es la forma más estúpida y más eficaz de anular a las personas, ofreciéndoles una autocomplacencia y una falsa seguridad que tranquiliza a los ingenuos y los incautos, a cambio de hipotecar el propio pensamiento. Y todo esto, en nombre de un Dios que, para mantener intacta su excelsa dignidad, necesita fieles sumisos que renuncien a pensar.
Como es lógico, una religión así se autocondena a la propia destrucción. T. S. Kuhn, refiriéndose al progreso de la ciencia, dice que "el descubrimiento (de nuevas verdades científicas) comienza con la percepción de la anomalía; o sea, con el reconocimiento de que en cierto modo se han violado las expectativas". Esto es exactamente lo que está ocurriendo ahora con lo de Dios y lo de la religión. Cuando la gente percibe en ella más anomalías y cuando son ya demasiados los que se sienten defraudados o, lo que es peor, enteramente desinteresados, a los hombres de la religión no se les ocurre otra cosa que seguir mirando atrás, empeñados en reconstruir un pasado que ya fracasó.
¿Es que antes, y sólo antes, se sabía con precisión quién es Dios y lo que le gusta a Dios? ¡Por favor! A ver cuándo nos atrevemos a pensar.