En su oprobiosa novela Historia de Helio ya apuntaba Ramón Tamames –persona y personaje– sus delirios paranoicos. Era su autorretrato. Junto con Sánchez Dragó, Pérez-Reverte, Savater y acaso Arcadi Espada, que hace pinitos de predicador en las tardes de Cuatro, forma la cofradía del narcisismo hispano, un club crepuscular. Cualquiera de ellos podría haber encabezado la moción de censura de la ultraderecha. Nadie más explosivo y dispuesto a declamar una letanía de reproches y mandamientos que un intelectual cabreado con la realidad y con su edad. No es política, es psiquiatría. Así lo vimos, entre la estupefacción y la risa, los que seguimos en directo (apenas 1,2 millones de telespectadores) las dos jornadas del esperpento de Vox. Si al menos hubiese tenido alguna idea brillante, una cierta épica o un poco de ingenio… Pero no. Quien habló, sentado y adherido a Abascal, era un anciano de noventa años que por respeto a sus teñidas canas evitó el vilipendio merecido para un abanderado fascista de tornadizo pensamiento. Como producto de televisión la moción fue un reality de desencuentros y peleas o también una de esas decadentes tertulias políticas que aburren y permiten el desahogo y la pedantería de unos pocos. Fue una distopía de España, con el protagonismo patológico de un chaquetero cínico que puso un crespón de vergüenza al último capítulo de su vida. La moción ha sido un viaje de regreso a la tele en blanco y negro. Con su descaro, Vox ha ridiculizado el parlamento en la convicción de que desprestigiando la democracia y con su odio emergerá “la malherida España, de Carnaval vestida”, que se manifestó por boca de un provecto excomunista, quien nunca, ni antes ni ahora, creyó en la libertad, solo en su ombligo.