Pese a que una nueva ración de fútbol internacional espere a la vuelta de la esquina, merece detenerse un rato en el reciente pulso vecinal que acogió San Mamés. Los hay que han rebajado el valor del derbi por el escaso relieve del juego, pues cualquiera pudo comprobar que la brega prácticamente no dejó resquicio a la combinación, el ingenio, los gestos técnicos y ello convirtió el balance ofensivo a un asunto menor, secundario, esporádico. Las áreas produjeron muy pocas noticias, rebuscando no salen ni media docena de acciones con el apellido de oportunidad. En este sentido, la promesa de emociones fuertes quedó muy difuminada.
Un solitario gol zanjó la discusión y premió a quien lo persiguió con mayor ahínco. Que es precisamente quien ha acreditado una estimable potencia de fuego. Aquí no puede hablarse de casualidades: con una media bastante inferior al gol por jornada, la Real necesita la perfección defensiva para aspirar a puntuar y si algo caracteriza al Athletic es lo pesado que puede ponerse, con esa manía suya de ir para arriba en cada posesión, a poder ser transitando las vías más directas. Con la particularidad de que previamente a tener el balón, como si fueran uno solo, todos sus hombres se fajan como posesos para robar, preferentemente en terreno ajeno.
Para desarrollar esa concepción futbolística que tanto enardece a su parroquia y suele plasmarse en su versión más desatada cuando ejerce de anfitrión, se dieron dos circunstancias favorables este pasado domingo. La primera responde a la pura lógica: se trataba del regreso de la competición tras dos semanas limpias de compromisos, lo cual garantizaba que los de Valverde, que viven de la energía que invierten sobre la hierba, llegarían con el depósito de combustible a rebosar.
El segundo factor a considerar se llama Oihan Sancet. El bailarín que desparrama clase en las zonas más transitadas del escenario volvía a la alineación. Sus giros y conducciones estuvieron en el origen de los contados desequilibrios que padeció la estructura rival. Se le notó que no está del todo fino, los contratiempos físicos se cobran su factura, pero con él todo es posible, hasta que se convierta en el autor del único remate que valió la pena. Sin él vaya usted a saber de qué estaríamos escribiendo hoy, pues coincidió que ninguno de los elementos de ataque tuvo su mejor día. Los Williams, Djaló y Guruzeta se movieron en registros discretos. Entre todos apenas sacaron nada en limpio, complicando la empresa.
En realidad, el derbi lo ganó el afán colectivo. Las brillantes pinceladas de Sancet de nada hubiesen servido sin la actitud de los compañeros. La victoria descansó en su implicación y sacrificio. Prados y Galarreta, bien respaldados por la pareja de centrales, marcaron el paso al resto con un auténtico derroche que refrescó en la memoria una reflexión que, en forma de reproche, solía emplearse al término de aquellas derrotas en que siempre quedaba flotando la impresión de que la Real exponía más, se entregaba más, era más agresiva, sacaba todo el nervio.
En suma, se lamentaba que la Real competía el derbi como si fuera el último de su vida, como una final, mientras enfrente no se enchufaban. Bueno, pues esta vez de esa medicina le dio a probar el Athletic a la Real. Se lanzó en pos del triunfo y mantuvo intactos los niveles de firmeza y ambición hasta que el árbitro detuvo el cronómetro. Así se explica el mosqueo posterior de Imanol Alguacil, menos comedido que nunca al exteriorizar la frustración, ese amargor que a menudo se paladeaba a este lado de la autopista.