EN el diccionario aparecen dos acepciones de “estado de gracia”. Una atiende a un concepto de naturaleza religiosa y se aplica a “quien está libre de pecado”. Por lo tanto, expresa algo teórico, una situación imposible de alcanzar en este mundo. La otra no posee connotaciones de ningún tipo, se refiere a asuntos terrenales: “Estado de inspiración, de lucidez o de acierto en que se encuentra alguien”. Dado que la columna va de fútbol, solo interesa esta segunda.

Se emplea con frecuencia cuando un equipo triunfa, gana partidos, elude la derrota y disfruta del éxito durante un tiempo considerable. Una racha es algo distinto, un fenómeno pasajero, un período limitado que de la misma manera que viene, se va. A menudo se aplica lo del estado de gracia a los poderosos, a los grandes. Apelan al argumento sus víctimas, en clave de lamento. “No ha jugado más que nosotros, no lo ha merecido, le hemos plantado cara, hemos creado más ocasiones, han resuelto en un par de acciones aisladas…”.

Cuántas veces se han escuchado esta clase de desahogos teniendo enfrente al Madrid, el Barcelona o el Atlético. Pero, en realidad, los grandes no vencen porque la gracia les asista. Quizá en algún día aislado, pero normalmente lo que inclina el resultado a su favor es, sencillamente, una calidad técnica y física superior a la media, que les permite subsanar las deficiencias de una tarde con recursos que el resto no posee.

Del Athletic, en cambio, puede afirmarse con sentido que vive en estado de gracia. Porque no se trata de un equipo que acostumbre a relacionarse con la victoria como sucede en la actualidad: encadena nueve triunfos y tres empates. Cifras insólitas en su dinámica: sin precedentes en el siglo vigente. Ni en la temporada 2013-14, que culminó en la cuarta posición, con 70 puntos, logró un registro que se aproximase a lo de ahora. A menudo enlazaba cuatro o cinco buenos resultados, pero no lograba impedir reveses que interrumpían levemente la decidida carrera que le condujo a la Champions.

La asociación del Athletic con el estado de gracia en absoluto esconde un ánimo peyorativo. La observación no pretende –ni podría– rebajar sus méritos o cuestionar la legitimidad de sus logros. Sería ridículo ante la constatación de que acumula cinco meses exhibiendo una notable regularidad. No solo ha permanecido entre los destacados de la categoría desde el verano, además ha sabido minimizar sus deficiencias, así como los típicos contratiempos que depara la competición en forma de lesiones mayormente. Y no conforme con ello, encima ha elevado su tono hasta convertirse en una escuadra singularmente fiable y sugerente.

Siendo esto así, la pregunta sale sola: entonces, a santo de qué mentar lo del estado de gracia. Fácil: al margen de que ponga todo de su parte en cada compromiso, todo aquello que podría favorecerle, le favorece; y todo aquello que le complica o podría complicarle la existencia, acaba resolviéndolo o no influye en el desenlace. Remontadas y goles determinantes en el tiempo añadido; reacciones de los adversarios que no frustran sus ventajas; el reparto del acierto de cara al gol, así como un implacable índice de puntería global; decisiones arbitrales que ayudan o no perjudican.

En fin, que el Athletic da la talla con creces y, además, le sonríen esa serie de factores que siempre intervienen en el juego, lo que se conoce por detalles. Desde luego que, sin la premisa del buen hacer propio, seguro que el “estado de gracia” le sería esquivo y acaso asomaría su versión opuesta, la desgracia, el infortunio: el tiro al poste, el rebote o el penalti estúpido que solo detecta el VAR.