No sé muy bien cómo explicarlo. Todos los años me pasa lo mismo, y cada final de año me sorprendo a mí misma. No es el tipo de cine que me gusta, ni el género que suelo elegir… pero ahí estoy, cayendo en la trampa una y otra vez. Sí, lo confieso: soy adicta a las películas navideñas. De esas con nieve por todos lados, decoraciones imposibles (¡hasta en el baño hay guirnaldas!), protagonistas guapos y finales tan felices que rozan lo absurdo. Y lo peor -o lo mejor, según se mire- es que lo sé. Sé que son pelis chorras, con argumentos reciclados y diálogos que podría escribir un algoritmo de inteligencia artificial con resaca. Pero una vez que empiezo, no puedo parar. Es como comer turrón: dices “solo un trocito” y terminas con la tableta entera. Mi madre me llama ñoña, y tiene razón. Un poco romántica también, para qué voy a negarlo. Lo curioso es que no me cuesta esfuerzo verlas. Es como si en ese universo paralelo -donde la nieve siempre cae con luz dorada y nadie tiene la calefacción rota- todo funcionara bien. Falta más de un mes para que llegue Olentzero… y ya llevo vistas al menos diez películas de ese tipo. Así que sí: soy una ñoña navideña, con orgullo y manta en el sofá. Eso sí, para “desintoxicarme” un poco me he puesto la serie Absentia, un thriller policiaco de asesinatos. Un choque brutal después de tanta purpurina y espíritu navideño… pero oye, mano de santo para equilibrar el azúcar cinematográfico que llevaba encima y matar, además, las horas recuperándome de una bronquitis.
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