Hay hombres que nacen con estrella y otros que nacen con spray de bronceado. Donald Trump pertenece a esa segunda categoría, no la de los elegidos, sino la de los autocoronados. Se embadurna en oro de pacotilla, habla como si su lengua tuviera su red social incrustada y camina con la gravedad de un emperador de dibujos animados. Si el esperpento tuviera embajada, Trump sería su embajador plenipotenciario. El presidente de EE.UU. lleva años interpretando un papel: el del César moderno que confunde la democracia con un reality show, el Capitolio con un plató y la verdad con lo que más likes reciba en su siguiente ocurrencia. Sus tropelías en el Despacho Oval no son una sorpresa. Que lo haga invocando a Dios, el Apocalipsis y a Superman en la misma frase, tampoco. En su delirio místico ha coqueteado con la idea de ser, no solo el salvador de América, sino su Papa secular. Un pontífice del populismo, sin sotana pero con corbata roja, dispuesto a bendecir a los suyos y excomulgar a los que no le aplaudan. Y, por si fuera poco, ahí está el símbolo definitivo de su megalomanía, presentarse a sí mismo como Superman. Trump no quiere servir a un pueblo, quiere que el pueblo lo sirva a él. Y es que, en el fondo, Donald quiere ser eterno. O, peor aún, quiere ser creído. Vamos, el fiel reflejo de lo que magistralmente interpretó Charles Chaplin en El gran dictador.