No he tenido que viajar más allá de Orión para ver cosas que los menores de veinte años no creerían: Las consecuencias de la explosión de un coche bomba desde la ventana del colegio -un atentado que por capricho de la teoría de los seis grados de separación entre humanos se llevó la vida del policía novio de una vecina de mis tíos-, la movilización sincera y sin precedentes tras el secuestro de Miguel Ángel Blanco, he sentido frustración tras el asesinato de dos referentes por su carisma y capacidad de diálogo, Jose Mari Korta y Fernando Buesa, por poner dos ejemplos que me marcaron. He cruzado la plaza Unamuno en plena batalla campal forzada por el mayor aparato de propaganda conocido y he llegado a criticar a la Ertzaintza por no mantener la calma cuando los de enfrente tenían como único objetivo provocar, insultando, arrojando objetos y buscando un cuerpo a cuerpo que terminaba arrastrando al resto a una vorágine de botes de humo y violencia. No hace mucho de eso, un suspiro, y la mayoría de los vascos hemos aprendido la lección. No lo han hecho los que sostienen que el incidente de Azpeitia el pasado fin de semana es básicamente una pasada de frenada policial y cuestionan el carácter democrático de las fuerzas de seguridad de la CAV. Es el poso que evoca la opresión irrespirable que admitimos como parte del escenario en el que maduró una generación. Su suerte está echada si insisten en estos bodrios.