Hay alemanes que llevan quince años residiendo en Mallorca y no han aprendido a dar los buenos días o a pedir una cerveza en castellano. Valga la hipérbole para retratar la categorización del inmigrante al hilo de las ansias ultras por despachar a millones de conciudadanos en aras de poner a salvo la pureza de la raza española fundamentada en las leyes de Núremberg. Porque esos germanos rubios, altos, vestidos de marca y a quienes se les caen los euros de los bolsillos no molestan al aparato que amenaza con poner orden a base del eslogan “la letra con sangre entra”, mientras que al niño africano con zapatillas desconchadas o al magrebí de mirada perdida más que desafiante poco menos que le pondrían regresando a nado a tierra de nadie. Les sirve todo con tal de sepultar el sanchismo, término manoseado solo con un fin: dilapidar todo aquello que consideran ideología woke. Miren si no hay dislates por los que se puede atacar al Gobierno y a su principal partido que, bien porque no le ven tan claro o por pura maledicencia, prefieren bracear en el lodo de la inmoralidad. Por asociar migración con delincuencia, homosexualidad con pederastia, saunas con burdeles y ovnis misteriosos con naves bolivarianas. Para cuando nos demos cuenta de que han confundido hacer oposición con emular a Wilhelm Frick, tardaremos una generación en recuperar el genuino significado de la libertad.

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