Verano. Calor. Fiestas. Litros de cerveza. Y de repente… ¡zas! Aparece el clásico: pantalón medio bajado, mirada furtiva, esquina sospechosa. Y sí, está haciendo lo que imaginas. Mear. En plena vía pública. Otra vez. No sé en qué momento alguien decidió que orinar en la calle en las fiestas era una especie de derecho no escrito. O que mear entre dos coches daba algún tipo de bonificación por estilo. Vamos a hablar claro: todos y todas, en algún momento de juventud loca (y vejiga traicionera), hemos sucumbido a la urgencia.
Pero una cosa es una emergencia puntual y otra muy distinta, mear como si fueras parte de una tribu marcando territorio en cada esquina del pueblo. Porque no importa cuántos baños portátiles pongan los ayuntamientos: siempre hay quien prefiere la libertad de la calle y el frescor de la brisa en las nalgas. Me llama la atención cómo algunas personas intentan justificar esta conducta. Que si “es natural”, que si “los árboles lo agradecen”, que si “no pasa nada”. Pero sí pasa.
No solo es una falta de respeto al entorno urbano y a los vecinos, también genera un olor desagradable. Si ahora nos obligan a llevar una botellita con vinagre para limpiar cuando nuestro perro mea en la calle, ¿qué nos hace pensar que podemos hacer nuestras necesidades sin ninguna consecuencia?