Donald Trump se presenta como un lobo. Aúlla. Enseña los colmillos. Amaga con lanzarse a por todos, pero en cuanto alguien le planta cara -y más si ese alguien lleva traje, maletín y un informe de impacto económico-, el lobo se convierte en un perro, ladrador eso sí, pero, como dice el refrán, poco mordedor. Esta historia la hemos visto repetida como una comedia de enredos. Trump dice “China o la UE pagará”. Suben los aranceles. El Dow Jones tiembla. Wall Street lo llama. Y, ¡milagro!, todo se congela, se modera o se elimina en la letra pequeña. Porque sí, en el universo Trump, todo se gana aunque no se juegue el partido. Su retórica funciona como el tráiler de una película que nunca se filma. Amenazas comerciales de proporciones bíblicas para luego vender el acuerdo como histórico, aunque, en realidad, todo queda suspendido, postergado o diluido. ¿Por qué? Porque el miedo a una recesión es más fuerte que cualquier discurso sobre el “Make America Great Again”. El trumpismo está basado en el principio de la intimidación que no culmina. Amenazar a todos para asustar a algunos. Pero cuando toca apretar el botón rojo de las represalias reales, Trump se acobarda porque en realidad es el protagonista de un pésimo reality show que se repite en bucle. Y ese bucle sirve para la escena. No para la guerra real. Por eso, es un TACO, o sea, Trump siempre se acobarda.
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