Hablamos del Estado con mayor influjo del mundo donde una minoría jerárquica decide su gobierno y bajo una filosofía que cuestiona los derechos que convierten a las personas en libres e iguales. Relega el papel de la mujer a un plano terciario y condena en el infierno a ciertos colectivos aferrándose a una doctrina no ya tradicional sino carpetovetónica. El Vaticano y su Santa Sede, donde los ojos de medio mundo se han pasado días pegados escudriñando cuál era su sector conservador –¡como si hubiera del otro!–, se alimentan como guardianes de las esencias del catolicismo tratando de extender su ascendencia a todo cristiano, cuando ser esto último y, sobre todo, ser Iglesia, trasciende de todo aquello que debe ahora fomentar el nuevo Papa. Mucha tarea tiene por delante León XIV si está dispuesto a seducir al rebaño que, compartiendo fe, creencias y liturgias, abandonó el carril al no sentirse representado. “La Iglesia corre el riesgo de no ser aquella que Jesús quiere”, llegó a decir Francisco. No todo responde a cumplir con la tripleta “comunión, participación y misión”. Hacer Iglesia es buscar una verdad racional, no opacada, como propagó el teólogo Henry Newman hace dos siglos; tener siempre sus puertas abiertas solo sea como refugio de paz; atender a quien lo necesita sin testar dogmas; o el cura que descuelga su teléfono para preocuparse de tus cuitas. Si se percatasen de ello, otro gallo cantaría. isantamaria@deia.eus
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