La nueva amenaza de huelga de toda una semana de los profesores de la educación pública vasca se ha resuelto felizmente. Sin embargo, este largo conflicto ha vuelto a colocar sobre la mesa una verdad incómoda: en cualquier conflicto educativo, los grandes perdedores siempre son los alumnos. Mientras sindicatos y administraciones se enfrentan en una batalla de cifras, demandas laborales y promesas incumplidas, quienes más sufren las consecuencias son aquellos que menos responsabilidad tienen en esta situación: los propio estudiantes. Es legítimo que los docentes exijan mejores condiciones laborales, sobre todo, cuando se ha hecho con otros colectivos. Sobre la bocina se ha evitado, y no sin esfuerzo, que caiga una espada de Damocles sobre los alumnos, en especial, sobre aquellos que en pocas semanas se van a enfrentar a la EBAU. Ser profesor hoy implica una carga emocional, administrativa y social cada vez más pesada, pero también es necesario asumir que el derecho a la huelga, cuando se prolonga o se repite con frecuencia, tiene un coste social enorme que no puede ignorarse. Ese coste se mide en días de clase perdidas, en contenidos que no se recuperan, en rutinas rotas, en familias que no pueden conciliar y, sobre todo, en oportunidades que se esfuman para miles de niños y adolescentes, sobre todo, aquellos más vulnerables. Esos a los que algunos dicen defender.