Reflejaba el agua de la Ría un inesperado color propio de los viejos tiempos cuando, para colmo, al agotar mi paseo de Jueves Santo por el Casco Viejo bilbaino, se me abalanzó la añoranza. No por el tinte marrón del Nervión que los viandantes foráneos inmortalizaban en sus móviles, sino porque, por momentos, uno no sabía muy bien dónde ubicarse en el mapa. Más que en el epicentro del botxo, tuve la sensación de retroceder hasta la céntrica Strøget de Copenhague, y no tanto por la cantidad de turistas que apuestan ahora por nuestra capital como destino de ocio. Vale que nos hemos reconvertido en una ciudad de servicios pero no hasta el extremo de que los establecimientos de reciente apertura que se multiplican como esporas sean los dirigidos a meterte por los ojos souvenirs de todo tipo y condición. A cada pocos metros, y en cuanto doblas una esquina, te das de bruces con todo un museo de imanes, pins, tazas, camisetas, sudaderas y vaya usted a saber qué otra recreación con estampados de todo lo imaginable que nos representa. Justo cuando comercios de toda la vida y otros proyectos han bajado la persiana. Táchenme de boomer pero si es por recuperar aquel aroma a café y pincho de tortilla, para luego pasar por la Ribera, los ultramarinos y tiendas especializadas, preferiría seguir oliendo el chis junto a la catedral de Santiago. Bilbao, ¡qué recuerdos! isantamaria@deia.eus