A pesar de la densa cortina de humo que envuelve casi siempre las relaciones laborales aguas arriba, en ese lugar donde los dirigentes de los sindicatos y de la patronal negocian cinco metros por encima del suelo que pisan trabajadores y empresarios en cada empresa, las cosas tienden a corregirse de forma razonable en el mundo real. Desde hace meses se oye el runrún del debate sobre el tiempo de trabajo. La batalla viene de muy lejos y las tácticas son de sobra conocidas. Las centrales sindicales aseguran que reducir la jornada laboral genera más empleo y las empresas defienden que solo aumenta los costes contractuales. Lo cierto es que todo depende de la realidad de cada compañía. Hay actividades en las que el reloj es un agente más de la producción –una línea industrial de tres turnos mal afinada es un desastre a largo plazo para toda la organización–. Pero también hay negocios en los que el tiempo tiene un valor más difuso. Esos en los que uno se despierta pensando en el trabajo o recibe una llamada llegando a casa cuando ya cree que ha desconectado. En esos casos, situar un número como tótem ideológico, para ambos lados de la trinchera, es un ejercicio gratuito que no conduce a ninguna parte. Un día toca picar piedra ocho horas y media y al día siguiente la fiesta se acaba a las seis horas, lo importante es que ese tiempo de trabajo se aproveche y que sea productivo. Más allá de aspiraciones políticas.
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